Carta de un amigo

Carta de un amigo

Querido Lalo:
Así te llamo porque entre amigos, el apodo pasa a ser el nombre y el nombre, Rafael E. González Tirado, en este caso, pasa a ser el apodo.

Poco después de recorrer el último tramo común de nuestros caminos, volví a mi pueblo por mi equipaje. Y al llegar al lugar donde el agua del mar y el agua del río forman una sola agua, me llevé la parte del Caribe que llega a la playa. Me llevé también un pedazo del Higuamo y su amoroso murmullo, porque escrito está que: “En tu puerto, que es cuna de veleros dormidos, murmura el Higuamo una canción de amor”.

Llegué a Lawrence, la Ciudad de Emigrante y emprendí una nueva vida. Es fácil esto de ser emigrante.  Sólo tienes que olvidar tus recuerdos y tus costumbres, cambiar la geografía de toda una vida por un nuevo panorama.  Rostros antiguos por nuevas caras y aprender a sentirte y ser extraño donde quiera que vivas. ¿Como si nada verdad?

Rodé y rodé, y entonces Dios llenó mi vida con su paz, y de esperanza mi corazón. Me hice maestro. Enseñando recordé cuando estudiábamos en la Escuela Normal Presidente Trujillo, segunda mitad la década de los años cuarenta. Y recordé a nuestros maestros: Carlos Curiel, Octavio del Rosario Díaz (Tavito), Castro Colón, Tulito Arvelo, Pedro Mir, Petronio Mejía (con sus notas periodísticas en el matutino El Caribe al inicio de cada estación del año) Gustavo Wise, Ciriaco Londolfi, entre otros, y los hermanos Travieso Soto, para la inspección.

Entonces entendí sus esfuerzos por ayudarnos a salir adelante, mostrándonos débiles imágenes de los fantasmas que nos esperaban al final de aquel camino.

Varias veces me encontré mi río Higuamo,  que aquí se hace llamar Merrimack, pero yo sabía que era mi río, tanto por el color y profundidad de sus aguas y porque va murmurando la misma canción de amor.

Cuando visité San Agustín, en la Florida, la ciudad más antigua de los Estados Unidos, viví la palpitante emoción de nuestra Ciudad Colonial, la Villa de los Colones, con sus callecitas y monumentos hechos de venerable historia.

El sobrecogedor estruendo de nuestros aguaceros y sus truenos, se cambió por la silenciosa y aquietante sinfonía de la nieve al caer sin prisa,  con su elocuente mensaje de la infinita paz y serenidad de Dios.

Hube de hacerme maestro. Fue un severo entrenamiento que me recordó las madrugadas cuando íbamos al  Servicio Militar Obligatorio y oíamos, en el siempre abierto Bar Cristal, a los Panchos ofreciéndonos “Una copa más”. Y los recitales que ofrecíamos en el Ayuntamiento de la Sultana del Este que terminaban siempre en el BBYVT. Escuchábamos a Juan Arvizu cantando “Un año más sin ti”; a los “Tres Diamantes”, en “Usted” y “Condición” y al inolvidable Néstor Mesta Chayres, con  “La vida castiga”.

Eran los años de nuestra ingenua juventud, cuando Pedro Infante derretía los corazones en Villa Francisca, cantando en el Cine Max,  “Amorcito Corazón”. Fue un buen tiempo.

Te preguntas, angustiado: ¿Dónde estaré? Y te contesto: “Ya madura la simiente, la esparce el viento y la lleva por caminos sin retorno de eterna ausencia”.

He vuelto a mi país más de una vez, y cada vez comprobé con dolor que el pueblo que voy a buscar ahora sólo existe en mi corazón.

He llevado también un piadoso conteo de los viejos amigos que, sin despedirse, se fueron ya, cansados de esperar mi regreso.

Recuerdo cada 5 de septiembre, el film con Joseph Cotten y Joan Fontaine, y con la misma frescura con que recuerdo los 3 de diciembre. ¿Recuerdas esta fecha, cuando empezábamos nuestras navidades?

Era en la casa de los Balcácer, de la calle Restauración, donde además se estableció su panadería.

Entrábamos cantando el aguinaldo del maestro Hernández y salíamos cantando a coro con el dúo Irizarri de Córdoba su éxito “Triste  Navidad“.

Anduve errante al principio y sentí miedo. Pero orando llegué a decirme:

Que en tu corazón no aniden la duda ni el temor. Dios guiará tus pasos en esta tierra extraña y velará por tí?

Siempre.

Tu hermano Puchito.

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