Carta de una amistad raigal

Carta de una amistad raigal

Me dispongo a escribir el artículo de este domingo, cuando recibo la comunicación de un distinguido amigo y compañero de labores, por largos años, en el entorno de la revisión de proyectos de leyes. Compartí allí con varios amigos que nunca olvido.

Esta comunicación que es estímulo y  es reconocimiento, quise guardarlo, archivarlo muy bien, pero fue tanta la emoción que produjo en mí, que pensé que alguien debía conocerla: mi familia, mi esposa, mis amigos, mis compañeros de trabajo… En fin que si me he atrevido más allá de lo que debería ser, les pido disculpa a todos, especialmente a mis lectores.

Desde el inicio, la pieza se manejó con el atributo que más me enorgullece:

“Querido maestro: El tiempo sigue siendo la mejor medicina para calmar nuestras emociones y responder nuestras dudas. Es precisamente esta época del año cuando más lo recuerdo  y con ello paso revista de toda una década que a su lado cabalgué, siempre fiel y dispuesto a dar mi vida por la suya, como todo soldado que agradece.

“No es casualidad que tenga que recordarlo en cada paso y en cada decisión que se me presenta. Usted recibió un joven lleno de energía, dispuesto a trabajar y abrirse camino en una sociedad de tantas complejidades. Con sus consejos, día a día, logró convertirlo en un hombre de bien”.

El amigo, neibero, graduado en derecho, que se deleita con los poemas de Apolinar Perdomo. Este amigo y colega se llama Edwin Ramírez Pérez. Me refiere cosas de nuestros días y que han marcado hijos y descendientes. Por ejemplo, su hija Ashley, de ocho años, le preguntó:

“Papi ¿cuándo me llevarás a ver los flamboyanes? Esta pregunta me obligó a posponer algunos compromisos, y cuando el reloj marcaba las cuatro de la tarde, con el sol candente aún, partimos juntos hacia el Jardín Botánico, donde muchas veces visité con mi jefe un árbol que fue su referencia para poemas y artículos, resaltando, entre otros atributos, su color: el color de sus flores”.

Ashley siempre quiere estar al lado de sus padres, y sus padres igualmente con ella.

En su correspondencia, Edwin me dice: “Se pasa todas las noches para nuestro dormitorio y alega que sufre de insomnio, pero nunca choca con la puerta ni sigue para el balcón. Y se duerme entre nosotros dos”.

“Cuando la llevé al Jardín Botánico ahí estaba el protagonista romántico de valiosas pinturas ¡Qué unido lindo estaba! Embellecía el entorno y floreaba todo su terreno como diciendo: ¡Yo soy el rey […]! Sus ramas se movían, esparciendo alegría en abundancia… Sentí que, en sus movimientos, la intención de decirme ¡Cuánto tiempo! ¿Y dónde está el señor que te acompañaba?”.

“No pude contenerme y mi corazón emblandecido, mis ojos llorosos, solo pude abrazar a Ashley, mi hija tan participativa. Le dije: “Mira ese hermoso flamboyán, qué lindo. Gracias a don Lalo hoy puedo valorar la belleza de ese magnífico ejemplar de la naturaleza.”

Atentamente,

El Colorao

(Es un mote que le acomodó Titi Ruthie, secretaria en la oficina que dirigí  por 32 años. No sé si el apodo fue por el colorido de las flores que tanto nos atraen o por alguna otra razón. No lo sé).

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