Cartas

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La transparencia
Señor director:
Lo que hago no deja escuchar lo que digo. Así son las cosas. Eso lo debiéramos saber muy bien los que somos padres y madres de familia. Podemos desgañitarnos predicando lo bueno y lo deseable, pero a nuestros hijos les quedará lo que hagamos y no lo que digamos.

Y es que la forma más poderosa de emitir un mensaje o de enseñar una lección es hacerlo con el ejemplo. En contraposición, la forma más efectiva de lograr que el cinismo aflore – y que la conducta resultante sea la contraria a la buscada – es, precisamente, disociando el discurso de la acción. Igualmente, tener un rasero para medir las faltas ajenas y otro para las propias es una receta infalible para erosionar la credibilidad.

En el ámbito social, podemos exigir a los actores del poder público que abandonen las conductas deleznables y que incorporen las que se requieren para que la sociedad funcione mejor para todos. Podemos, como tenemos derecho, denunciar la ausencia de transparencia en el sector público; o demandar que éste adopte las prácticas del buen gobierno. Es evidente que tanto la transparencia como el buen gobierno están lejos de niveles siquiera aceptables en el estamento público.

Pero nuestra exigencia perderá muchísima fuerza si nuestra conducta la contradice sistemáticamente.

Pero hay más todavía. Las exigencias no pueden detenerse en el Gobierno Central, el Congreso y el Poder Judicial.

Sin duda, los partidos políticos, que constituyen la matriz de donde salen los elegidos y los nombrados a puestos de poder, también tienen que hacerse más transparentes e institucionales en su manejo interno. El uso y el abuso del financiamiento privado para campañas y gastos, la transparencia y confiabilidad de elecciones internas, así como el cumplimiento de estatutos y cartas orgánicas son temas en los que todavía se debe avanzar mucho. Esperar que un grupo político que no se comporta de forma transparente antes de llegar al poder lo haga al acceder a él no es otra cosa que engañarse. Por ahí comienza la transparencia.

Pero también comienza por el sector privado, tanto en las empresas individuales como en las agrupaciones que dicen representarlas como bloque. En ambas instancias, la transparencia y la institucionalidad brillan por su ausencia, como lo demuestran hechos irrefutables y contundentes.

Por un lado, los escándalos públicos que hemos presenciado en los últimos años en instituciones del sector financiero son una muestra terrible de los pobres niveles de transparencia y buen gobierno. Y si eso es en estas entidades, que son reguladas, es fácil imaginar lo que sucede en otras industrias que no tienen supervisión.

Por el otro lado, es de conocimiento general la debilidad institucional de la mayoría de las entidades que son portaestandartes autoproclamados del sector privado en las discusiones y que pretenden hacer presión por una mayor transparencia. Tristemente, ni es transparente el proceso de selección de los representantes de estas agrupaciones y mucho menos está presente en ellas el buen gobierno corporativo. No es de extrañar, entonces, que el sarcasmo acompañe la reacción de los poderes públicos y los partidos políticos cuando cualquiera de estos representantes se rasga las vestiduras frente a la falta de institucionalidad y de transparencia que campea en el sector público.

Para hablar con credibilidad, la transparencia y el buen gobierno deben llegar a todo aquel que quiera hacerlo. A los sindicatos y a los gremios profesionales, como a los grupos ciudadanos de presión; sean estos intelectuales, populares o comunitarios.

Hasta las iglesias, si quieren mantener la poca credibilidad que les queda, deben descontinuar la práctica de reclamar apego a las normas y castigo para los transgresores mientras encubren en la penumbra de sus claustros a reconocidos delincuentes y abusadores.

Si de verdad queremos más transparencia – y queremos trascender la belleza inútil de los pronunciamientos públicos – no podemos ignorar la viga en el ojo propio.

Hacerlo es tan irresponsable, dañino y contraproducente como la conducta del padre que enciende un cigarrillo con el mismo aliento con el que exhorta a su hijo a no fumar.

Atentamente
Paulo Herrera Maluf

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