Cartas

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Señor director:
Irresponsabilidad legislativa

Los reportes noticiosos nos informaron de que el Senado refrendó la controversial reforma fiscal por un monto de RD$ 24,359 millones de pesos sin que la mayoría de sus legisladores tuvieran tiempo de leer ni consultar el contenido de lo que se le sometió a su consideración.

Justificaron tal actitud ante la urgencia que tiene el país con el DR-CAFTA y los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional, quien a la sazón los emplazó y rápidamente les hizo inclinar la cerviz.

No se trata de que aboguemos por que se siembre la semilla de la discordia entre los poderes del Estado. Ni de crear tormentas donde naufrague la pragmática gobernabilidad. Pero lo cierto es que una reforma fiscal no se salcocha a la carrera en una olla a presión. Es un asunto muy serio y de consecuencias muy gravitantes sobre los destinos nacionales como para tomarla tan a la ligera. Con una reforma fiscal no se juega a la “gallinita ciega”, como lo acaban de hacer nuestros pulcros senadores, quienes hasta tuvieron la desfachatez de admitirlo así.

Una reforma fiscal mal pensada y conducida puede producir una colisión de trenes grávidos de intereses y descarrilar importantes vagones del aparato productivo nacional. Puede incluso hasta producir marejadas sociales si aprieta más las tuercas de los sectores sociales menos favorecidos.

Los legisladores son absolutamente soberanos. Están imbuidos de poderes constitucionales para cumplir sus bien pagadas atribuciones institucionales.

En estas calidades, nadie puede estrechar sus márgenes de acciión poniéndoles contra el reloj y contra la pared. Su principal y primera obligación es ser compromisarios con la sociedad de la cual son simples emisarios temporeros. Factibles de ser sustituibles.

Nuestros senadores no pueden creer que son detentadores de patentes de corso para legalizar asuntos que requieren de la más cuidada ponderación.

El país espera de ellos que sean gente probas, a prueba de presiones de todo tipo, acerados en sus convicciones y principios y que cualquier elasticidad que presenten en las transacciones intrapoderes se haga atendiendo el interés nacional.

En función de depositarios de la confianza nacional, lo menos que se espera de ellos es que legislen con conocimientos de causas y efectos sobre las cosas trascendentes que ponen entre sus manos. De aquí a admitir que ni siquiera se leyó lo que se aprobó, hay un gran abismo que no puede ser cerrado con excusas cachazudas como la falta de tiempo.

Ese último dato, que da cuenta de que nuestros notables senadores se “cenaron” sin masticar la reforma fiscal apurados por el tiempo, no puede pasarse por inadvertido ni asumirse tranquilamente sin espantos.

Al contrario, debe producir un sirenazo que se sienta en todo el país para alertarnos sobre las ligerezas e irresponsabilidades de quienes abdican de sus deberes hasta  reducirse a simples levantamanos.

Por respeto al país y a la solemnidad de sus funciones debieron por lo menos cubrir las apariencias. Jamás decir que aprobaron sin ver, leer ni analizar el proyecto de reforma fiscal. Esto es lo mismo que admitir que a la hora de legislar se ponen vendas en los ojos y que asumen el fácil moldeamiento de la gelatina. Ellos, que supuestamente son los ojos y la voz del pueblo, se quedan sin voz y sin visión por motus propio.

Visto todo lo anterior, no hay razones para asombrarse ante la falta de credibilidad y respeto por nuestros cuerpos legislativos que por esa pendiente degenerativa arribarán a una crisis de representatividad y legitimidad al hacerse inmerecedores del poder delegado en ellos.

Son ellos mismos los que con conducta como ésta construyen una imagen de sí más fea y oprobiosa que la escultura en honor a Peña Gómez colocada por el Cabildo del Este.

Un legislador socialmente responsable acomete todas sus decisiones basándose en informaciones bien documentadas y juiciosos análisis que les arrojen luz y sustenten sus evacuaciones senatoriales.

¿Cómo puede un legislador que se precie de tal renunciar a sus funciones supervisoras y a su capacidad de pensar y prever para aplicar correctivos necesarios? Cómo puede un congresista ir más allá de la festinación al aprobar sin sonrojo un proyecto que no conoce cuando en ello puede ir enganchada la suerte del país? ¿No implica eso una verdadera temeridad de quienes se espera cordura y comedimiento? Por ese camino llegará el día en que firmarán sin saberlo hasta su propia sentencia de muerte.

En conclusión, esto que debiera provocar un escándalo nacional y no asumirse como si no pasara nada,  es una muestra más de lo mal que andamos institucionalmente.

Atentamente,

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