Cartas

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Gobierno limitado
Señor director:

“El poder corrompe, pero el poder absoluto corrompe absolutamente”. Así senteció Lord Acton la necesidad de tener un gobierno limitado. Limitado no en el sentido de atarlo de manos y pies para que no pueda desarrollar algún programa de gobierno. Ni tampoco para que no pueda hacer ejercicio de sus poderes y atribuciones constitucionales. Sino limitado en el más sano significado del término. Porque un poder sin límites es un poder desbocado. Porque un poder sin freno es capaz de llevarse todas las instituciones de encuentro. Es un poder donde el endiosamiento de sus acólitos lo llena de soberbia y lo hacer creer poseso de la verdad absoluta. El poder total no conoce más tratamiento que el sometimiento ni otro lenguaje que no sea el de la autosuficiencia y el del ninguneamiento. Casi siempre persigue fines non santos.

Bastante reciente tenemos el ejemplo y las consecuencias que se derivaron del ejercicio irresponsable de un poder sin restricciones como para ensayar otro desastre de ese mismo tipo.

La autoridad que se cree recipiente de un poder omnímodo, desarrolla terribles obsesiones cuya concresión hace prescindencia de principios y valores necesarios para la convivencia democrática.

El principio básico de un gobierno limitado se refiere a la pertinencia de regular sus acciones en función del bien común. Estos reguladores y supervisores de las funciones gubernamentales, son los demás poderes del Estado, quienes están llamados a ser su contrapeso.

La consecusión del poder total es una aberración que distorsiona el sentido originario de la democracia, el que le dieron los antiguos griegos, como participación colectiva de los ciudadanos en la decisión -directa o a través de sus representantes- para resolver los grandes problemas de la nación.

Recientemente el presidente Leonel Fernández se pronunció a favor de la conformación de un congreso donde la pluralidad sea la carta de divisa que posibilite el diálogo y la concertación. Pero esto no es precisamente lo que indica uno de sus eslóganes de campaña cuando reclama que “necesitamos el Congreso para el progreso.”

El jefe de Estado llamó públicamente a luchar contra “la tiranía de la mayoría” en un acto de descompostura presidencial que crispó el ambiente político, llenándolo de tensión y confrontación. Muy lejos del debate de los problemas del país, lo cual transmite a toda la sociedad una impresión de polarización. Debió dejarle esos tambores de guerra a Danilo o Reinaldo Pared. También debió verse en el espejo de lo ocurrido en Argentina, donde Fernando de la Rúa llegó a la Presidencia con altísimos niveles de apoyo popular, empero, el paulatino choque con los principales actores políticos acabó por dar paso a una crisis inmanejable.

No hay nada que esté más cerca de la tiranía que un Poder Ejecutivo haciendo del Congreso una mera formalidad de oficio, una caja de resonancia de todo cuanto propone, conviene y dispone el titular del Ejecutivo. Lo más saludable para la democracia sería la verificación práctica de que “el Presidente propone y el Congreso dispone”. Pero no que disponga un Congreso como el actual sectarizado en su composición virtualmente unipartidista, sino un Congreso equilibrado y representativo de todas las fuerzas del arcoiris político dominicano.

Este equilibrio por el que abogamos en el Congreso no puede ser un equilibrio frágil que se rompa con la entrada al “mercado de valores” de dos o tres tránsfugas. Esto significa que la correlación de fuerzas en el Congreso debería favorecer a los partidos opositores y que esta mayoría sirva de disuación al uso de un presidencialismo extralimitado.

Ya bastante tenemos con los poderes que le otorga al Presidente el artículo 55 de la Constitución como para convertir a éste en una monarquía presidencial otorgándole también el Congreso.

Endosarle el dominio de las dos cámaras al oficialismo sería convertir el carácter presidencialista del poder en algo potencialmente peligroso y malsano, independientemente de la cordura y mesura de nuestro mandatario.

Bien es sabido que la concentración del poder produce una “borrachera” que puede degenerar en una megalomanía autoritaria como la del personaje que usted se está imaginando.

El poder excesivo tiende a corromperse y corrompe a los que están a su alrededor, porque crea un ambiente donde los intereses prevalecen sobre los principios. Casi siempre sucumbe a la tentación del avasallamiento, generando conflictos y agravando problemas que provocan su caída estrepitosa.

El poder absoluto no conoce la prudencia y su tránsito va de la razón a la cerrazón. Es positiva la idea de contar siempre con un gobierno limitado, pero no torniqueteado por un Congreso obstruccionista.

Atentamente,
Claudio Acevedo

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