Cartas al director

Cartas al director

[b]Señor director:[/b]

A propósito de las resoluciones adoptadas por el pleno de la Suprema Corte de Justicia (SCJ) y el Procurador General de la República, respectivamente, se han levantado algunas voces aisladas que afirman, cual profetas de catástrofes, que las leyes o disposiciones orientadas a ajustar las prácticas del sistema de coerción penal a la letra y espiritu constitucionales son generadoras de violencia y de criminalidad. Anuncian estas voces que «la delincuencia», como un ente vivo, racional y organizado, se frota las manos ante la eventual impotencia del aparato policial para hacer cumplir la ley, ya que al imponérsele el respeto de las normas que fija la Constitución, sus agentes estarían de manos atadas.

Garantizar que «nadie puede ser reducido a prisión sin orden motivada y por escrito de un juez, salvo el caso de delito flagrante» no es factor desancadenante de delito, sino que con ello se trata de organizar la convivencia social a partir de una regla básica tal es la de que la libertad de todas las personas, incluyendo aquellas a quienes se les atribuye una conducta penalmente relevante, no puede dejarse abandonada a la discrecionalidad o capricho de un policía, un fiscal, un sindico municipal, un gobernador provincial o de quien detente temporalmente la Presidencia de la República.

Exigir que los funcionarios y agentes de la ley adviertan a toda persona detenida o capturada con fines de un eventual enjuiciamiento criminal que tiene derecho a no declarar contra sí misma no es más que hacer efectiva y operativa la norma constitucional que así lo reconoce.

Disponer la oralidad y contradictoriedad de la crucial fase en que se decide si se coloca bajo encierro o no a una persona a quien el ordenamiento jurídico manda a estimar y tratar como inocente hasta tanto no sea vencida en juicio es una medida consistente con la promesa constitucional que consagra como inviolable e irrenunciable el derecho de defensa. Lo propio ocurre con el derecho a la llamada y la asistencia letrada oportuna en sede policial.

O acaso, ¿corresponde a la policía y a esas voces agoreras determinar que las personas sospechosas de incurrir en una conducta delictiva deben ser tratados como enemigos, esto es, que no tienen derechos ni garantías procesales? Las garantías han sido erigidas precisamente para favorecer a esas personas, y con ello, protegernos a todos y a todas de las prácticas autoritarias de los arrestos por sospechas, las torturas y maltratos y el encierro de terceras personas, familiares cercanos, con miras a obtener la captura o confesión de un sospechoso. La experiencia histórica del abuso de poder y el atropello es muy reciente, muy palpable para ignorarla con tanta candidez.

La equivocada línea de análisis que nos pretende hacer creer que nuestra empobrecida sociedad no puede aspirar a manejarse como lo hace toda comunidad civilizada, esto es, reconociendo que toda persona tiene derecho a un juicio previo en el cual un arbitro imparcial decida si ha lugar a castigarle o no, debe ser rechazada ya que la pretendida eficicacia no se puede procurar por todos los medios. Existen límites claros al ejercicio de poder por parte del aparato estatal, sin que ello signifique delibilidad ni impunidad. Los cuerpos policiales tienden a profesionalizarse, y adquiere importancia la prueba científica, cuando se limitan las posibilidades de abuso y arbitrariedad.

De ahí que deba rechazarse la prisión preventiva, automática y rutinaria, decidida sin guardar las formas del juicio, cuyo abuso es la principal explicación de que 4 de cada 5 reclusos sean presos sin condena. Sin que esa forma de violación masiva y sistemática de los más elementales derechos haya evitado la impunidad estructural en que se desenvuelve esta sociedad que se pretende democrática.

En definitiva, la sociedad dominicana, cuya transición democrática ha sido en mucho formal, no tiene otra opción como no sea aceptar con todas sus consecuencias las reglas del ordenamiento constitucional. El cual es de aplicación directa e inmediata, y no se tiene que esperar, en consecuencia, como alegan algunas mentalidades obtusas, que transcurra el plazo de vacación legal de un Código que no hace más que repetir y visibilizar unas reglas vigentes a la luz de la Constitución de la República. Las garantías procesales, fruto de la construcción colectiva de la experiencia histórica greco-occidental, no son un lujo o mera retórica de ese “pedazo de papel” que llamamos Constitución, sino que constituyen un imperativo de obligatorio acatamiento por toda autoridad democrática. Las leyes en general, y las procesales en particualr, no son causa ni favorecen el auge del fenómeno social conocido como delito o criminalidad, sólo actúan sobre sus consecuencias, procurando su esclareciemiento y control. En todo caso, la combinación adecuada de eficiencia y libertad no se encuentra en colocarle un precio a las garantías, sino en aceptar que sólo hay un modo de organizar la vida en sociedad: Como lo pauta la Ley de Leyes o Carta Magna.

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