Señor director:
Los dominicanos cada mañana despertamos y de inmediato quedamos atrapados entre el alba y el absurdo. El día, lleno de luminosidad, nos ofrece una avenida que nos lleva a todas partes, sin engaños, nosotros sólo tenemos que hacer la escogencia.
Como somos una sociedad jurídicamente organizada, muchos mostramos interés en saber cuales cosas nuevas trae el día. Y ahí mismo se inicia la pesadilla, las avasallantes escenas del absurdo. La radio, la televisión, el Internet, los titulares de la prensa escrita, conforman un concentrado de informaciones, de declaraciones oficiales, propuestas privadas, destape del submundo de las mafias, denuncias de carencias sociales profundas, de crímenes cuyas modalidad no son frecuentes en nuestro entorno, conturbando nuestros sentidos.
Hemos pasado de la crónica roja a la sociedad en rojo. Ante la avalancha criminal nos encontramos con los discursos de las autoridades prometiendo llevar cada caso hasta su última consecuencia, y los ciudadanos, pensando de inmediato que identidad expresión fue esgrimida en aquel u otro caso, cuya solución ha quedado en las espesas brumas de la desidia de la complicidad.
Porque aunque sea duro decirlo, uno de nuestros grandes retos como nación es el de depurar a las instituciones, evitando que lleguemos a entronizar un estado cómplice, un estado confabulado o sumiso a las acciones del mundo criminal.
De un tiempo a esta parte los dominicanos tememos hasta de nuestra propia sombra. Aquellas poblaciones abiertas, aquellas ciudades que guardaban cierto regusto a aldea, a vecindario, han dado lugar a mundos cerrados, a casas con verjados más adecuados para fortalezas que para residencias. Todos nos sentimos si no perseguidos, por lo menos con cierta sensación de inseguridad como ciudadanos.
Ese comportamiento tiene su lógica. El contacto de nuestros compatriotas con otros medios sociales, en tras latitudes, donde los conflictos de intereses, el estilo impersonal que tipifica a las grandes ciudades, la escasa formación de los emigrantes, los hace insertarse en insospechadas faenas y quehaceres, en procura de alcanzar la subsistencia, llevándolos con frecuencia realizar acciones reñidas con la ley, y peor, a veces a integrase a oscuras estructuras criminales. De esas actuaciones la República Dominicana ha recibido los frutos que sus capitales generan. También el luto y el temor que en ocasiones los acompañan.
Igualmente hemos sido anfitriones del mundo con una economía de servicios en la cual el turismo constituye su eje principal de expansión. Por ahí nos han llegado tremendas influencias que intentan desdibujar nuestra idiosincrasia, todo con la mirada indiferencia de las autoridades.
Los dominicanos, en cantidades sensibles, parecen haber llegado a un punto de convencimiento: «Hay que tener dinero. Y en esa búsqueda de dinero, por la buena o por la mala», pero tener dinero. Y en esa búsqueda de dinero hemos ido dejando atrás los valores, parte de nuestro espíritu como pueblo, el sentido y el valor por la vida.
En este pandemonium que acabamos de describir se han entrenado sujetos pertenecientes a los más diversos estratos sociales: profesionales, políticos, militares, funcionarios públicos, empresarios, activistas comunitarios, etc. Dejando esta realidad un estado de impotencia en el observador preocupado por la suerte del país.
Mientras tanto, los Poderes del Estado le rinden honor al burocratismo, volviéndose discursos y escasas soluciones.
Desde ese ángulo, sus integrantes con su desidia, apuestan al naufragio de la nación, al desgonzamiento del orden como manifestación de la libertad; dejando el futuro dominicano en riesgo y de zozobrar.
República Dominicana cuenta con leyes y tribunales de justicia, con policías e investigadores, sin embargo, en su suelo han caído curas, un senador, ricos, menesterosos, políticos, sindicalistas, periodistas, profesores, taxistas, etc., cuyos responsables de su desaparición nunca han sido desvelados.
Reasumir el fortalecimiento institucional; tomar decisiones oportunas, con el carácter que el momento imponga; evitar la tolerancia y la complacencia con sectores delincuenciales; depurar a los escogidos para ejercer funciones en la estructura del estado; hacer valer la ley sin reservas ni acomodaciones; esas son algunas de las cosas necesarias para que la autoridad pública le devuelva sosiego a la ciudadanía y pierda sentido el título de aquella canción que se ha convertido en los últimos tiempos en el retrato de la tragedia existencial para el dominicano: «La vida no vale nada».
Atentamente,
Pedro Pompeyo Rosario