CARTAS AL DIRECTOR
Memorias de un maremoto

CARTAS AL DIRECTOR <BR>Memorias de un maremoto

Señor director:
Por el año del 1946, recién finalizada la segunda guerra mundial el significado de pocas palabras japonesas, eran del dominio de los dominicanos de entonces. Ni siquiera cuando ocurrió el desastre de ese año, se mencionó la palabra tsunami.

Hoy asistimos perplejos a la extinción en masa y en el curso de pocas horas de pueblos enteros en el sudeste asiático. La magnitud de la tragedia no cabe en las pantallas de la televisión ni en las páginas de los periódicos, los muertos dejaron de contarse por cansancio y la fosa común se hizo de nuevo no solo necesaria, sino vital, para los sobrevivientes.

El último tsunami nuestro ocurrió hace casi sesenta años, y tomando prestadas las memorias de mi padre (fallecido), testigo sobreviviente de ese episodio, les regalo este relato:

«Tenía 5 años que no visitaba mi pueblo, Matanzas, pequeño y aislado pero de hermosas playas. Estaba de vacaciones de mi trabajo en la Dirección General de Estadística y el 1ero. de agosto salí para la cota norte a visitar a mi hermano Hostos que residía allá.

Los días transcurrieron en pleno descanso y frecuentes baños de mar. El domingo 4 de agosto el día amaneció muy claro, el sol brillante y el ambiente caluroso, el mar tranquilo como un plato estimulaba el baño de playa y un grupo de veraneantes de otros pueblos se deleitaban en las nítidas aguas de la hermosa bahía. Después del baño el calor seguía presionándonos hasta el punto que decidimos comer en pijamas.

Luego fuimos al patio para tomar el café y respirar un poco de aire fresco cuando algo como un tremendo cañonazo lejano y profundo, nos estremeció.

La tierra comenzó su danza macabra, los árboles mecían sus ramas con violencia, los animales gritaban como niños y el ruido de todo el conjunto golpeaba nuestros tímpanos.

Aquello era algo singularmente grandioso, porque la muerte asomaba sus fauces entre las nubes de polvo. Mi hermano y yo no podíamos mantener el equilibrio, nos abrazamos fuertemente como para protegernos, pero la tierra a veces desaparecía de nuestros pies.

Dando tumbos salimos a la calle donde un gran chorro de agua salido de las entrañas de la tierras nos golpeó el rostro. Corrimos desesperados hacia el estero contiguo al pueblo a unos 200 metros para refugiarnos en sus aguas, en una carrera de brincos, pues enormes grietas habían aparecido en el terreno. Al llegar, para nuestra sorpresa, el Caño estaba seco, las aguas se habían filtrado. Ya la tierra dejó de moverse y habían transcurrido unos 4 minutos de angustias. Entonces nos dirigimos a la primera calle paralela al mar, al comercio de mi hermano. El abrió la puerta con candado y observé que todo se había precipitado al suelo. Me quedé fuera mientras el trataba de abrir la caja de seguridad y rescatar valores.

El mar estaba a unos 150 metros, lo miro y no lo veo. Una cavidad profunda se presenta ante mis ojos. También el mar había desaparecido. Era algo tan insólito que parecía que estábamos camino al infierno.

Lejos a unos 500 metros surgía una montaña de agua que se dirigía a velocidad hacia la playa. Algunas personas que permanecían en pueblo pues la mayoría había huido instintivamente tierra adentro, comenzaron a gritar. «Ahí viene el Mar», y a correr en sentido contrario. Mi hermano no pudo abrir la caja de seguridad y abandonamos la tienda a toda prisa sin cerrarla. Corrimos pueblo arriba y vi cuando la ola Gigantesca cubría unos enormes almendros de la playa. Habíamos corrido unos 300 metros cuando viré la cara hacia atrás y pude ver como la ola pulverizaba la casa de mi hermano como una caja de fósforos en un estanque. Solo tuve aliento para decirle «Te arruinaste». Seguimos corriendo hacia el puente que conducía a Nagua, pero la ola ya desparramada, nos cortó el paso. Mi hermano, más ágil, saltó una cerca y se internó en el monte. Yo desfalleciente fuí alcanzado por la fuerte marea cargada de escombros de las casas hechas añicos. Pude salvarme al subir a una mata de limones dulces, donde el agua había subido a unos 2 metros de profundidad.

Entonces me envolvió un manto de silencio y percibí una extraña soledad. No se oía nada alrededor, no había nadie con quien compartir aquella pesadilla. Unos 30 minutos después el nivel del agua había bajado a menos de un metro. Bajé de árbol y me eché a caminar con el agua a la cintura hacia el centro del pueblo con mucha dificultad, pues no había casas en pies, ni calles. Aquello parecía una partida de dominó barajada. Había avanzado bastante cuando una segunda ola me sorprendió, aunque más pequeña que la primera. Me protegí detrás de una nevera que estaba acorada a un poste y que había sido arrastrada medio kilómetro por el mar. Diez minutos después el agua bajó al nivel de mis rodillas, y pude llega al sitio donde había estado menos de una hora antes, la casa de mi hermano. Toda la mercancía flotaba como una balsa de algas marinas. Entonces, no teniendo nada más que hacer, empecé a recolectarlos, quizás como una simple forma de comenzar de nuevo la vida.

Atentamente,

Nicolás Rizik

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