Cartas
¿Qué son los santos?

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Yo trataba de explicarle esto (a mi manera) a uno que me preguntó que si yo creía en los santos. Se trataba de uno de esos cristianos que dicen: ustedes, los católicos adoran imágenes.

Le dije yo, ¿tú conoces lo que es el Salón de la Fama del Béisbol? Forman ese salón los que han sido grandes estrellas de ese deporte. Allí están Lou Gehrig, el Caballo de Hierro, que además de los muchos jonrones que dio, jugó en una enorme cantidad de juegos seguidos. Fue también un gran ser humano. No sé si pudiste ver la película «Ídolo Amante y Héroe». Están allí también Ty Cobb, Babe Ruth y otros jonroneros. Están los grandes lanzadores Bob Feller, Dizzy Dean y otros, entre ellos Juan Marichal, a quien además le han hecho una estatua en el estadio de San Francisco.

Esos grandes héroes de las jornadas beisboleras son, para los jóvenes que juegan béisbol en universidades, colegios, maniguas y cruce de caminos, los ejemplos a imitar. Algunos jóvenes lanzadores, al lanzar, querrán alzar la pierna izquierda como lo hacía Marichal, y otros tomarán al pararse en el homeplate, el porte de, digamos de Sammy Sosa, que todavía no está en el Salón, pero que de seguro estará allí.

Eso, más o menos, es el Santoral. Allí están, clasificados por sus hazañas de solidaridad con el prójimo y su amor a Dios, hombres y mujeres de distintas épocas y distintas naciones. Es muy probable que usted haya conocido a la Madre Teresa de Calcuta. Y, si no es muy despreocupado con la historia del siglo pasado (Segunda Guerra Mundial), conocerá también al polaco Maximiliano Kolbe. Y quizás haya oído hablar del Hermano Roger, fundador de la Comunidad de Taizé, y del Dr. Albert Sweitzer, aquel eminente músico, teólogo y médico francés que se estableció en Lambarené, África, para curar a los pobres. De seguro me dirá usted que estos dos últimos no eran católicos. Pues claro que lo sé, pero también fueron santos, quién lo duda. Y son también ejemplos dignos de imitarse.

Porque el verdadero culto a los santos consiste en el deseo o la voluntad de imitarlos. Y para eso hay santos de todos colores, tamaños y edades. Desde el peruano Martín de Porres, que manejaba la escoba, hasta Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, que eran filósofos. Sin que olvidemos, como hacen muchas de las feministas de ahora, a esa dulce mujer de hierro española del Siglo XVI, Teresa de Ávila.

Claro, esto de la imitación, es lo difícil. Lo fácil es encenderle una velita a una imagen (y, ¡cuidado con las velas! que producen incendios, que no sólo se quemó El Cuarto de Lola, sino que se han quemado muchos otros). Así también de fácil y tonta es la devoción a un santo de quien sólo se conoce la imagen.

Porque la devoción a un santo ha de partir del conocimiento de su biografía. Del conocimiento de su excepcional estilo de vida. Un estilo de vida que debe inspirar en el devoto una conducta, en algún modo, semejante o parecida a la del santo. A mí me inspira Ignacio de Loyola, por la corajuda disciplina de su vida religiosa. Una disciplina ignaciana que inspira mi lucha contra la pereza, la gula y las otras bajas pasiones que no quiero mencionar.

Y siguiendo con la comparación con los santos y el Salón de la Fama del Béisbol, diría que así como un joven que quiera imitar a Marichal, tendrá que levantar muy alto al lanzar, su pierna izquierda, así mismo un devoto de San Francisco de Asis («¡Hermano Sol! ¡Hermana Luna!») tendrá que tratar de ser un poco poeta y un poco ecologista.

Aunque todavía le queda otro camino franciscano, experto en limar asperezas: «Señor, hazme instrumento de tu paz».

Atentamente,

Tiberio Castellanos

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