Cartas
Recuerdos de Bosch

<STRONG>Cartas<BR></STRONG>Recuerdos de Bosch

Por allá por los años 70, el profesor Juan Bosch inició la impresión de algunos de sus libros en los talleres de la Impresora Arte y Cine, la cual fue fundada en el año 1942 por Luis Miura Baralt y la cual me honro en dirigir hasta el presente.

Voy a hacer este breve relato quizás desconocido para muchos y por algunos de sus biógrafos, con el fin de enriquecer la historia.

Llegó Don Juan una tarde cualquiera acompañado del señor Domingo Mariotti a las oficinas de Arte y Cine, ubicadas entonces en la calle Isabel La Católica No. 42, de la Zona Colonial. Durante poco más de dos horas se aglomeró una multitud en las puertas de nuestros talleres para saludar a Don Juan, situación que fue mejorando por las frecuentes visitas posteriores, pero que nunca dejó de agrupar personas que deseaban verlo o hablar con él.

Con la composición e impresión de algunas de sus obras como son «Breve historia de la oligarquía», «Composición social dominicana» y los inicios de la revista «Vanguardia del Pueblo», tuvimos ciertas dificultades, pues para nadie es un secreto el fuerte carácter de Don Juan, además, yo le guardaba cierto resquemor por una carta amenazante que le envió en una ocasión siendo él Presidente de la República a mi padre, Luis Miura Baralt, representante de Prensa Unida Internacional y esperando encontrar el momento adecuado, le mostré una copia, recibiendo una respuesta no muy convincente, pues lo que me dijo fue lo siguiente: «¡hay mi hijo, esas son cosas de la política!». Pasado el tiempo, y por la asiduidad de los encuentros, nació una relación de afecto y respeto mutuo.

Siempre fue un enamorado de la composición en plomo, pues decía que la composición en computadora que comenzaba a imponerse en esa época, era muy fría. Muchos fueron los choques entre los linotipistas y él. Recuerdo que en esas visitas un linotipista de nombre Ramón Martínez, quien a fuerza de componer y leer tantas obras adquirió un gran conocimiento de nuestro idioma, se sentaba largos y polémicos ratos con Don Juan a leer y corregir, y en una oportunidad le dijo: «Martínez, quítale medio espacio de aquí y pónselo allá, para no dividir esa palabra», y para poder complacerlo teníamos que valernos de pedacitos de cartulina para espaciar las palabras, pues no existían espacios en metal del grosor que deseaba. Un buen día, Martínez, que tenía muy malas pulgas, después de uno de esos prolongados y exigentes episodios, le dijo: «Mire Don Juan, léala a ver si así está bien» y a modo de «bellaquería» procedió a pasarle el lingote de plomo acabado de salir del crisor a medio fundir, aún muy caliente, y para sorpresa de todo el mundo, Don Juan no lo soltó aunque él y sus manos se pusieron rojas.

Fueron muchas las veces que papá me encomendó llevar las pruebas a las seis de la mañana a los distintos puntos de la ciudad donde pernoctaba, y siempre lo encontraba tomando su desayuno consistente en un plato de frutas.

En una ocasión peleamos Don Juan y yo porque los prensistas se quejaron de que él no los dejaba trabajar imponiéndoles sus ideas. Él no comprendía que esos hombres tenían años haciendo lo mismo, y así era que se sentían cómodos. Perdí la paciencia y le dije: «Mire Don Juan, usted sabrá mucho de política, pero de imprenta el que sabe soy yo». Días después en una reunión, creo que era por solidaridad con Chile, que se realizó en la casa de K-bito Gautreaux, se me acercó Don Máximo Avilés Blonda y me dijo: «Dice Don Juan que te quiere ver». Fui de inmediato a su encuentro y con ojos sonreídos me dijo: «¿Se te pasó la rabieta?» a lo que le contesté: «Yo no hago rabietas, Don Juan, lo que pasa es que usted es muy terco». Se rió de buena gana e hicimos las paces.

Había otro ingrediente que trastornaba las labores cuando él llegaba; mucha gente quería hablarle, darle la mano y Don Juan de inmediato sacaba el historial de familia diciendo: «Tú eres hijo o hija de fulano?, mira tu papá era tal cosa o tu mamá era hija de fulano» y eso le tomaba bastante tiempo y toda esa gente metida en el taller trastornaba las labores.

Pero la etapa más difícil fue cuando imprimíamos «Vanguardia del Pueblo». Los embarques de papel periódico, después de llegar al país, dilataban un mundo en las aduanas, entonces teníamos que acudir al mercado local y nunca tenía papel o alambre para las grapadoras de revistas. Lo peor de todo esto es que era una revista semanal y teníamos que trabajar horas extras, en parte por todos los escollos que encontrábamos y por otra porque una gran parte del personal se negaba a trabajar; siempre había una excusa para no hacerlo hasta que le preguntamos a uno de los de más confianza la razón de la negativa.

Este nos contó que a la salida los amedrentaban para que no se quedaran a trabajar. Le comuniqué a Don Juan el problema y me contestó enérgicamente: «No cierres, espérame». Efectivamente, a las 6 de la tarde se presentó el fogoso Diómedes Mercedes con 20 ó 25 seguidores y miembros del partido que nunca habían trabajado en una imprenta, y sorprendentemente después de explicarle brevemente, hicieron la labor. Vanguardia del Pueblo pudo circular como se esperaba. Recuerdo entre ellos a mi amiga Ada Balcácer, que se presentaba con un termo de café a animar a los que estaban trabajando.

Tengo vagando en la memoria muchas otras cosas, pero quise hacer este relato porque leí en estos días que «Vanguardia del Pueblo» cumplía aniversario, y recordé todas esas anécdotas que quizás mucha gente desconocía.

Atentamente,

Luis Miura

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