Abrí el libro y comenzó a inundarme una dulce nostalgia, en el sentido original: nostos, hogar; algos, pena. Pero en realidad, ha sido muy grato rememorar ese pasado bucólico y provincial en las magníficas fotos de las casitas pueblerinas y en las casonas señoriales en ciudades y en estancias rurales, y las de las de buenas familias de clase media, que eran guía y cencerro de las sanas costumbres. Se reencuentra uno con esas residencias solariegas cuyas entradas y pórticos marcaban intimidantes distancia a los transeúntes, lugareños y forasteros, separadas de la calle y del camino real por avenidas y jardines de belleza intimidante, advirtiendo real o supuesta distancia y categoría, sin la presencia vulgar de un NO ENTRE o un CUIDADO HAY PERRO.
Solares amplios y sombreados para el solazamiento, que dejaban atisbar la paz y sosiego de esas familias que tenían, al parecer, todo resuelto.
La enramada aquí, la terraza allá, y en patios traseros, las doradas naranjas y los mangos pintados, sobresaliendo en el follaje. ¡Cuánto contraste con las verjas, los wachimanes con puertas forradas de hierro delatando temor e inseguridad! pero también hostilidad e inhospitalidad, y acaso vergüenza por tanta iniquidad e indolencia hacia la pobreza que circunda a escasa distancia.
Desde las ventanas de los hogares de gente común, muchachas sonriendo al transeúnte sin temor ni rubor; por sobre la empalizada, la mano de la vecina pasando el plato de sancocho, de frijoles con dulce, el recaíto o el cafecito.
Mecedoras linajudas y poltronas señoriales: linaje, status, respeto y pundonor, aún en gentes sencillas de barriadas y de pueblos, en los que todo el vecindario era patio para corretear y marotear.
Lo profano y lo sagrado se separaban en la sala para visitas especiales, que nadie usó jamás, si acaso el día del compromiso de la hija: La terraza abierta aún al peregrino, un plato de comida disponible.
Casas grandes o pequeñas, diferencia de clase, estilos y formas de ser y estar; abundancia y holguras, o modestia y rigor, pero con ánimo alegre, buen gusto y apacible deseo de vivir. Con decencia y honestidad, con patios sin murallas ni mayales, abiertos a niños y perros del vecindario, sombreados y barridos, y siempre alguna flor.
En fin, nostalgia y poesía, historia y arqueología, sociología y psicología de los ambientes y los espacios de la familia y del alma de los pueblos.
De un ayer que se nos va sin que atrapemos sus esencias. Porque consentimos que el evolucionismo pagano y consumista, nos las roben.
Hermoso e invaluable libro, La arquitectura dominicana popular, de Víctor Manuel Durán y Emilio José Brea, con el auspicio del Banco Popular. Felicitaciones.