Castas y gestas

Castas y gestas

La infracción cometida por el nepote cibaeño renovó las proclamas. Provocó el desfogue de la ira que prefiere mirar lejos, para no revisar cerca, porque husmear al lado asfixia. De nuevo la militancia volcánica y efímera. Como si el auxiliar del consulado en Nueva York, con sede a orillas del Yaque, estrenara el abuso, el recurso tan criollo y deleznable del: ¿tú sabes quién soy yo?

El grotesco personaje ratifica. Expone y reta. El incidente, revela perennes contradicciones, la fugacidad de la indignación acomodaticia y selectiva. Capaz de absolver el proceder de otros miembros de la canalla prepotente, detentadora de las ventajas que otorga la pertenencia a una nobleza caribeña, con olor a cebollín y sin blasones. Casta hecha gracias al usufructo del erario, hija de favores espléndidos de embajadas y organismos internacionales, de fementido heroísmo, del silencio, del delito.

Aquellos que otrora criticaban el proceder de la pequeña burguesía y esgrimían como única banderola ideológica el antibaleguerismo, supieron colocarse en los sitiales precisos, públicos como privados, donde la miel del panal cae y santifica. Disfrutan sus privilegios sin límites. Saben cómo descargar y a quien atribuir culpas. El cristal de sus techos es inexpugnable, porque pagan el precio del blindaje.

Cuando agentes de la DNCD detuvieron a un ocupante de la avioneta, procedente de Puerto Rico, que transportó 580 mil dólares, el detenido, como defensa y salvoconducto dijo: ustedes no saben quién soy yo. Y resultó que la filiación comprometía al Poder Judicial. No hubo burla, ni protesta. La infracción se convirtió en travesura de niño malo y se sumó al memorial de impunidad que nos acogota desde 1844, imposible de conjurar porque es la conveniencia política que determina la imputación. La infracción se perdió, el hecho voló como chichigua sin cola. El último y solitario reclamo estuvo en un discurso, el día del Poder Judicial y nada ocurrió. No estaba en agenda “esa” impunidad. En el caso de Santiago, la excrementicia alusión, la violencia infeliz del infractor de casta, la ventaja de la grabación, las malquerencias partidarias, permitieron la canalización de la rabia. Indignación que debe estar en cada parqueo, cada esquina, en cada mansión de los que denuncian las tropelías de agentes del orden, mientras el sargento, el mayor o el capitán funge como su bar tender, busca los nietos o transporta a cualquier pariente y lo premian con comida caliente o una bonificación en Navidad. Esos que exhiben y preservan su pasaporte diplomático, su permiso para portar armas, su asesoría. Ah! las castas criollas, tan peripatéticas y poderosas. Manipuladoras, exigentes y despóticas.

Santana quiso ser marqués y lo fue. De pacotilla y bufonesco pero obtuvo el título. Las imágenes de Ulises Heureaux con aquel plumaje en la testa que luego el bicornio de Trujillo remedara, ratifican la intención de fundar una nobleza caribeña, como la del Rey Christophe. Una heráldica bananera de vodevil. Perniciosa.

¡Tremenda paradoja! los mismos que aspiran el cese de la impunidad para sus adversarios y apañan las infracciones cometidas por sus pares, gestan la hidalguía alternativa. Concesión que pretende una nomenclatura sin méritos, intocable. Desprecian el predicamento constitucional, que condena los privilegios tendentes a quebrantar la igualdad entre connacionales y establece que solo el talento y la virtud, distinguen. También impide los títulos de nobleza, las ventajas hereditarias. Porque se hereda el fenotipo, no la hazaña. Puede haber reverencia, pero el sacrificio fue de otros. Propicia la fecha para el sempiterno reconocimiento a los protagonistas de junios memorables. Gestas de hidalguía y arrojo que algunos deshonraron.

Fue el decoro, la valentía. Hubo ilusión y proyecto. Fue el antitrujillismo ideológico. La repulsa al autoritarismo, más allá del tirano. Hubo perseverancia y también traición, la despreciable celada desde adentro, por eso el exterminio. Junio del 1959, sin dudas, atizó la llama encendida de la libertad. Es otro el tiempo, aquello es irrepetible. El heroísmo es personal, como la responsabilidad penal. No se transmite.

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