Castigados sin postre

Castigados sin postre

POR CAIUS APICIUS
MADRID, EFE .- Durante mucho, muchísimo tiempo, uno de los castigos tradicionales cuando los niños no se portaban bien era dejarlos sin postre, que obviamente era la parte de la comida que más les gustaba; quedarse sin postre, especialmente sin un postre dulce de la abuela, dolía, ya lo creo que dolía.

   Sí, porque lo de «a la cama sin cenar» molestaba menos; a saber qué habría de cena, mientras que esa tarta de crema hecha en casa, o esa bandeja de pasteles traída de la dulcería más próxima, eran, para un niño, la encarnación de todos los placeres gastronómicos.

   Hoy, sin embargo, no hace falta que nadie nos mande a la cama sin cenar y, menos aún, que nos castigue sin postre.

Ya lo hacemos nosotros por voluntad propia o inducida.

La repostería, una ciencia exacta

En nombre de la estética huimos de las calorías que asociamos a los azúcares, restringimos nuestra cena a una hoja de lechuga -puaj- y un yogur… Y eso, estando bien de salud, estando sanos.

Hemos pasado del vicio de la glotonería al de la línea, por supuesto recta, no pensemos ahora en curvas.

   El problema de la gastronomía ya lo indicaba el escritor español Julio Camba hace muchos años: cuando uno tiene salud para disfrutarla, carece del dinero necesario para ello, y cuando por fin tiene dinero, es la salud lo que le falla.

   Y, zas, a caer en la tiranía de la clase «nutróloga».

Uno sigue teniendo la sensación de que esos señores, y esas señoras, no hacen más que dar palos de ciego.

Desde luego, lo que recomiendan le cura a uno de la gula para toda la vida: hay que ver qué menús sugieren, qué recetas proponen…

   Además, en un lenguaje aterrador y propicio a la confusión, porque una cosa es «limitar» la ingesta de determinado alimento y otra muy distinta es  suprimirla desde la raíz.

Así que bastará que un científico, a poder ser estadounidense, diga que las espinacas son malas para algo y que hay que moderar su consumo para que miles de galenos en todo el planeta digan a sus pacientes que «espinacas, ni verlas».

   Recuerdo yo a mi abuela paterna, fallecida pocos meses antes de alcanzar el siglo de edad, aficionadísima a la buena mesa, pero, para su enfado, muy limitada por prescripciones médicas.

Había que cuidar, en casa, no ya lo que se le daba a ella de comer, sino lo que comíamos los demás, porque, como le apeteciera… Y siempre justificaba su antojo -siempre conseguido, además- con un clarísimo «ni que fuera veneno…»

Para ella, en pequeñas cantidades, no sólo no era veneno, sino un placer que ayudaba a mantenerla viva y con ganas de vivir.

   De modo que no se castiguen sin postre, salvo que tengan una buenísima razón para hacerlo, y aún así… Les propongo uno del gran maestro francés Firmin Arrambide. Son unos macarrones, pero la acepción francesa de esa palabra, que no tiene nada que ver con la italiana.

Detallamos las cantidades porque la repostería es, en cocina, lo que más se parece a una ciencia exacta.

   Tamicen 230 gramos de azúcar glas y 125 gramos de almendras en polvo.

Monten cien gramos de clara de huevo a punto de nieve. Mezclen todo delicadamente con la espátula y hagan dieciséis porciones redondas. Cuézanlas un minuto a horno muy caliente (240º) y terminen la cocción doce minutos a 170º.

Retiren los macarrones de la placa de cocción.

   Mezclen 120 gramos de azúcar en polvo, cuatro huevos y 20 gramos de Maizena y hagan hervir un vasito de zumo de limón; incorporen este zumo a la mezcla.

 Dejen hervir y retírenla del fuego.

Cuando la mezcla esté fría, incorporen 50 gramos de chantilly.

   Preparen un coulis de frambuesas, pasando por tamiz 200 gramos de frambuesas, añadiendo 50 gramos de azúcar y mezclando.

   Coloquen cuatro macarrones en cada plato, guarnecidos con una cucharada de crema de limón.

Dispónganlos sobre una capa de coulis de frambuesa y adornen con el resto de las frambuesas y unas hojas de menta fresca.

   Y a ver quién se atreve a dejarle sin postre.

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