Castigos, tortura y muerte: las voces de los sobrevivientes que relatan el terror en las cárceles de Nayib Bukele

Castigos, tortura y muerte: las voces de los sobrevivientes que relatan el terror en las cárceles de Nayib Bukele

Un comerciante que estuvo preso sin pruebas durante el régimen de excepción narra cómo custodios y policías mataron a golpes a uno de sus trabajadores en una prisión salvadoreña.

Por: Héctor Silva Ávalos, periodista para INFOBAE

A José Zavaleta aún le cuesta recordar. “¡Por Dios!, ¡por Dios!, ¡por Dios…”, exclama varias veces durante el relato que lo lleva, de nuevo, a las semanas que estuvo en la cárcel por acusaciones de asociaciones ilícitas. Intenta mantener la serenidad, pero es imposible: su voz se quiebra y da paso al llanto varias veces cuando recuerda las humillaciones o cuando cuenta cómo vio a uno de sus trabajadores agonizar después de la golpiza que custodios y policías les dieron el día que llegaron a la cárcel.

“Nos hicieron un pasillo donde se formaron dos filas de agentes, policías incluidos, para darnos el recibimiento; derecha e izquierda, dos filas. Nosotros, sólo en bóxer, teníamos que pasar en medio de ese pasillo, ya prácticamente agonizando, sin tomar agua, bajo el sol, torturados con las esposas, hincados dos horas afuera del penal. Horrible, físicamente las fuerzas se terminan”, cuenta José su entrada al penal de Izalco, una de las cárceles que se han convertido en emblema del régimen de excepción decretado por el gobierno del presidente Nayib Bukele en marzo de 2022, el cual ha suspendido varias garantías constitucionales relativas al derecho de defensa y al debido proceso y bajo cuyo amparo unos 68.000 salvadoreños han ido a parar a las prisiones.

“Levántate perro, maldito…”, alcanzó a oír José cuando ya su vista sólo le devolvía imágenes borrosas de las patadas y garrotazos que la fila de custodios hacía llover sobre él y sus compañeros.

Como los demás, José había intentado correr, con la cabeza agachada y las manos sobre la nuca, para evitar los golpes. Fue en vano. Un garrotazo le dio en la pierna y lo hizo caer.

“Empezó el golpeo de parte de los agentes, patadas, garrotazos, puñetazos por todas partes del cuerpo, sólo zumbaban los garrotazos, fiusss, fiusss, fiusss, y los macanazos, plum, plum, plum… Yo tuve mala fortuna, con una patada que me dieron en la pierna derecha me atrofiaron el muslo, me doblé y caí hincado”, cuenta. Si no murió ahí mismo, dice José, es porque él juega fútbol: “Si yo hubiera llegado en otras condiciones físicas quizá hubiera muerto como los demás compañeros que han fallecido, porque fallecieron muchos.”

Uno de los que murió después de aquella golpiza fue Marco C. (Algunos nombres que aparecen en esta historia se han cambiado a petición de las víctimas, quienes temen represalias por haber contado lo que pasó en la cárcel). Marco tenía dos meses de trabajar para José Zavaleta cuando los capturaron, a ellos y a otros dos trabajadores.

Cuando vio a José tirado en el suelo por el dolor en la pierna, Marco C. se interpuso entre su jefe y el custodio que lo molía a garrotazos. El trabajador se llevó la peor parte.

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A José y a sus empleados los detuvieron en marzo de 2022, cuando el régimen de excepción apenas empezaba. José tiene una flotilla de vehículos en los que reparte insumos y hace viajes desde los suburbios populares en el este de San Salvador, la capital. Trabaja con tiendas, escuelas y restaurantes de la zona. El día que la policía lo fue a arrestar, José Zavaleta intentó llamar a sus clientes para que dieran referencias de él al oficial de la policía salvadoreña que dirigía el operativo de captura. De nuevo, fue en vano: “Le hables a quien le hables te vamos a llevar, esto es régimen (de excepción)”, recuerda José que le dijo el oficial. Y se lo llevaron.

Nayib Bukele, el presidente de El Salvador, decretó el régimen de excepción el 27 de marzo de 2022 y la Asamblea Legislativa, que él controla, lo ratificó a las pocas horas. El origen del régimen es una matanza de 87 personas perpetrada por las pandillas MS13 y Barrio 18 luego de que un pacto de gobernabilidad que mantenían con Bukele y sus funcionarios se rompió. Bukele ha negado el trato con los pandilleros, pero autoridades estadounidenses del Departamento de Justicia y el Departamento de Estado lo han desmentido en documentos oficiales en los que acusan a dos funcionarios cercanos al presidente de administrar el pacto para obtener beneficios electorales y reducir las cifras de homicidios en el país.

Durante los 14 meses que ha durado el régimen de excepción organizaciones de derechos humanos, Naciones Unidas y gobiernos europeos han condenado los abusos cometidos en las cárceles de Bukele, como los que relata José Zavaleta. El gobierno salvadoreño ha hecho oídos sordos y ha mantenido la narrativa de que el régimen de excepción ha traído paz a El Salvador aunque las cifras de violencia siguen siendo confusas. Los funcionarios, además, insisten en que todos los capturados durante el régimen son “terroristas”, como la legislación salvadoreña define a los pandilleros.

Lo cierto es que testimonios como el de José Zavaleta, el comerciante preso, o el de la familia de Karla Raquel García Cáceres, una joven que se vio obligada a abortar en la cárcel, se reproducen por decenas en informes de organismos no gubernamentales y en publicaciones de prensa. A finales de febrero, el gobierno reconoció que 32 personas habían muerto estando en custodia del estado, sin embargo, Cristosal, una de las organizaciones que ha seguido más de cerca los abusos durante el régimen, cifró en 132 las muertes hasta principios de marzo pasado.

No hay información de que el asesinato de Marco C., el empleado de José Zavaleta, en el penal de Izalco esté registrado.

Cuatro días en el desierto

Marco C. tenía apenas dos meses de haber empezado a trabajar en la flotilla de José, pero el tiempo que habían pasado juntos fue suficiente para que el hombre pusiera el cuerpo para proteger a su jefe. Recuerda José lo que ocurrió el día que llegaron a la cárcel y un pasillo formado por dos filas de guardias los recibió con una paliza: “Él (Marco C.) puso su cuerpo para cubrirme y cayó sobre mí, que en paz descanse… Igual, le pasó la misma factura: lo golpearon, lo golpearon… A como pudimos dijimos “Ey, ya, déjennos”, y empezamos a caminar moribundos al lugar que teníamos que llegar, a la celda… Solo recuerdo que veíamos luces, como que estábamos en un desierto… vomitando, vomitando, solo echábamos una liguilla como saliva, como moquillo, todos golpeados, todos moreteados… Marco Tulio me dijo: cómo iba a dejar que solo a usted le cayera…”. Dice José que él, Marco y los demás pasaron en agonía cuatro días.

Cuenta José que durante esos cuatro días él y sus compañeros temblaban por la fiebre y los fríos, tirados en el suelo de la celda. Nadie les dio comida. Cuando recuperó la conciencia, José sintió que alguien hacía caer gotas de agua maloliente en su boca y rostro. Después supo que eran los “muchachos”, como los reos civiles llaman a los pandilleros en las cárceles: “Algunos de esos muchachos, de la poca agua sucia que había al fondo en una pila… como podían llegaban con el agua entre sus manos y nos frotaban a los que estábamos delirando de la fiebre…”

Nadie murió de inmediato en la celda, pero Marco C. no estaba bien: empezó a sangrar del ano y a manchar el bóxer blanco con el que el gobierno de El Salvador viste a los presos. José asegura que varias veces dijeron a los custodios que Marco sangraba, pero nunca lo llevaron a la enfermería. “No había atención médica alguna, para nada… No había nada, ni agua para tomar. En los cuatro días que estuve en agonía no recuerdo haber comido nada, solo recuerdo que me llegaban a mojar los labios los compañeros de celda… Los custodios solo ofrecían garrote y gas”.

Cuando salió de la crisis tras la golpiza, José empezó a tomar conciencia de la precariedad. El siguiente golpe le llegó cuando se dio cuenta de la comida que los guardias llevaban a la celda.

“Eran unos pocos de tortillas de taco, pachas (delgadas) y largas, untadas con frijoles licuados, más agua que frijoles… Llegaban a dejar las tortillas tiradas ahí en las celdas, por las rejas… y caímos como que éramos perritos, como que éramos animalitos de la calle…”, relata José. Alguna vez, dice, vio a un compañero lamiendo del suelo restos de frijoles. En esta parte de su narración, José se detiene. Cuando vuelve a hablar su voz está rota: “Cuando uno está en su casa tiene sus frijolitos hechos por su esposa, tiene su comidita caliente, su cafecito caliente…”.

Marco C. duró vivo unas semanas. El ano siguió sangrándole. Cuando llevaba un mes y medio en el penal de Izalco sufrió una crisis y lo llevaron a un hospital donde una familiar logró darle medicamentes para una condición renal crónica de la que padecía. Según la mujer relató luego a periodistas salvadoreños, los custodios le quitaron el medicamento y advirtieron a Marco que lo golpearían si su pariente no se iba. El hombre regresó a Izalco y siguió sangrando.

El día que los capturaron, los policías llevaron a José, a Marco C. y a los demás a una delegación policial en las afueras de San Salvador. Los metieron en una carceleta junto a otra cincuentena de presos. “Dormíamos entrelazados, parados, amontonados unos con otros. Los policías salían con la misión de traer 10 personas por viaje y cuando regresaban decían: “¡Misión cumplida, jefe, 20!” “¡Misión cumplida, jefe, 15!””, recuerda José. Infobae ha publicado pruebas de que el gobierno de Bukele impuso cuotas de capturas a la Policía desde que inició el régimen de excepción.

José pensó que solo estaría 72 horas preso. Se equivocó. A las cuatro de la madrugada del tercer día lo llegaron a sacar de la carceleta y lo aventaron junto a decenas de otros capturados a un camión de la policía que los llevó de San Salvador a Izalco, un viaje de dos horas que José hizo de pie, con las manos amarradas.

“Ahí empezó todo. Me oriné en el bóxer”. Las lágrimas de José vuelven en esta parte del relato.

Cuando llegaron al penal de Izalco, los custodios obligaron a los reos a arrodillarse durante dos horas, bajo el sol, en un patio de la cárcel. Luego los hicieron entrar a una habitación donde los desnudaron y los obligaron a ponerse en cuclillas durante otro rato. Después, dice José, “empezó la tortura”. Después, José, Marco C. y los demás entraron el recinto de celdas donde los esperaba el pasillo formado por guardias y policías que los esperaban con garrotes.

El 18 de abril de 2022, José Zavaleta sufrió una crisis provocada por su condición diabética. Lo sacaron del penal de Izalco y lo trasladaron a un penal menos hacinado en Santa Ana, en el occidente el país, donde sólo hay reos condenados y las condiciones son mejores. Ahí, por primera vez en días, José pudo comer pollo y tortas de carne molida que intercambió por bolsitas de café instantáneo que su esposa le había llevado. A finales de ese abril, José salió libre con medidas sustitutivas tras pagar una fianza.

José supo que a Marco C. también lo sacaron de la cárcel en Izalco para llevarlo a otra, en Quezaltepeque, donde murió el 28 de mayo de 2022. Su familia lo enterró en un cementerio en Ilopango, al este de San Salvador

Ha pasado casi un año desde que salió, pero el terror que vivió en una de las cárceles de Nayib Bukele en El Salvador sigue fresco en José Zavaleta. “¡Por Dios! ¡Por Dios! ¡Por Dios! Aún no supero el maltrato, el daño físico, psicológico, emocional, y ni hablar lo económico, lo material… Me arruinaron la vida. Aún no me levanto, no me repongo…!

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