KARYNA FONT-BERNARD
Escogemos dentro de los 365 días del año uno en particular para consagrarlo a las madres y expresarles gratitud por su labor inigualable y la admiración que merecen.
¿Cómo no amar a aquel ser que nos llevó durante nueve largos meses en su vientre y compartió con nosotros una buena parte de su energía y vida?
Celebramos con obsequios y con tarjetas emotivas, diseñadas con mensajes mercadológicamente estratégicos para ese día único en el año- que exaltan una labor diaria y sin opciones posibles para abdicarla.
Ahora, los 364 días restantes ¿sabemos qué desea una madre?. Sabemos que desea entrañablemente la felicidad de su hijo y ver cada mañana su sonrisa franca y sincera. Ese es un buen regalo y sin costo elevado.
Una madre quiere sembrar la semilla de la honestidad y dignidad en sus descendientes y luego verla germinar; desea sentir el respeto de sus hijos pero, más que nada, su comprensión, porque después de todo ser madre es una faena que no acaba hasta que su propia vida acaba y hay quienes dicen, que aún así una madre nunca deja de existir.
Una madre quiere entendimiento frente a sus sentimientos, en ocasiones de soledad, de tristeza y hasta de desamparo, porque a veces este mundo exige demasiado y pone a prueba las fuerzas y las enterezas de cualquier mortal.
Una madre desea celebrar su día en el año, pero desea además celebrar cada día de su vida, no con presentes y fiestas, sino en armonía y paz.
Una madre desea inclusive un momento de silencio para conciliar sus sueños y esperanzas, sabiendo que algunos de ellos no se llegarán a realizar, precisamente por su labor a tiempo completo de ser «mamá».
El día de las madres es cada día, algunos lo comprendemos así, cuando de repente tenemos la nuestra enfrente y nos damos cuenta que poseemos un invaluable tesoro tan sólo con mirarla, con poder abrazarla, por tenerla aquí y ahora en el mismo plano de existencia.
Una madre quiere que sus hijos crezcan por el camino recto, que sepan doblarse y flexibilizarse como el trigo ante los vientos de las dificultades que de vez en cuando azotan, en vez de romperse tercamente como el roble. Y luego, con el paso del tiempo y del destino, una madre quiere que los hijos de sus hijos, sigan el mejor modelo de vida, y así sea imperecedero a través de las generaciones.
Una madre quiere ser feliz, y aprende después de ser madre precisamente, que su felicidad depende en gran medida, de los sonidos balsámicos de la sonrisa de los hijos y de su entusiasmo contagioso frente a los retos diarios que se vislumbran en el horizonte; pero más que nada, la felicidad de una madre depende de la satisfacción reconfortante de presenciar el epílogo de la infancia de sus retoños, para dar paso a la adolescencia y la adultez y comprobar que se ha cumplido la misión, de traer al mundo seres lo suficientemente sensibles como para saber defenderse adecuadamente de los embates del camino, lo suficientemente sensatos como para tomar decisiones correctas.