Celularitis aguda

Celularitis aguda

TONY PÉREZ
Escuché a alguien decir que ya el cuerpo humano no se divide sólo en cabeza, tronco y extremidades. No niego que me alarmé un poquito dada la probada capacidad y la solemnidad de quien hablaba y porque  sentí que me querían sacar de golpe del disco duro de la cabeza un dato casi colonial que se acomodó allí desde mis años de escuela primaria.

Casi me resignaba a asumir la nueva versión bajo el entendido de que cada día hay descubrimientos nuevos gracias al desarrollo tecnológico, cuando el especialista puntualizó que ahora los componentes son: cabeza, tronco, extremidades… y el celular. Calculan en 3 millones y medio la cantidad de móviles en el país, es decir uno por cada tres personas.

A este instrumentito lo han convertido en una extensión de la vida del ser humano. Está tan incrustado en la gente que ni siquiera las teorías sobre supuestos efectos nocivos para la salud han alterado a sus usuarios. Esa suerte no tuvo una vez el popular pollo, pues mucha gente dejó de comer su carne por un tiempo, porque se rumoreó que contenía una hormona que volvía homosexuales a los hombres machos.

Realmente es un medio maravilloso. Fascinante. Nadie puede negar su utilidad. Ayuda en la administración del tiempo. Es buen auxiliar en situaciones de emergencia. Contribuye a evitar recorridos costosos. Como muchos ya tienen hasta cámara integrada, usted puede congelar imágenes, él también puede grabar sonidos, despertarle y recordarle la agenda del día y el cumpleaños si lo programa.

Y no sólo sirve para facilitar la comunicación. Por lo menos en la mentalidad de muchos usuarios conserva el valor agregado de “prestigio”. Sólo hay que ver cómo los y las jóvenes se agolpan en los centros de ventas de móviles. Se ven emocionados frente a la diversidad de modelos que oferta el mercado. Aunque todos tienen la función básica de facilitar la comunicación entre los interlocutores, es evidente que predomina la competencia por adquirir los modelos más elegantes y caros. Porque parte del espectáculo es exhibirlos en un lugar estratégico de la cintura o entre los senos en el caso de la mujer más atrevida (para felicidad de los ladrones) y, sobre todo, que los demás escuchen el sonido del timbre con su correspondiente “alou”.

Pero hay momentos cuando su uso irracional lo convierte en instrumento detestable y hasta de la muerte.

Quizás usted ha sido testigo de un yipetudo o un camionero o simplemente un conductor que se desplaza indiferente en su vehículo con un celular al cuello, a 30 kilómetros por hora por el carril de alta de velocidad de la carretera que va al Cibao. La consecuencia más común es ver detrás una cadena interminable de medios de transporte limitados a un carreteo obligado. Pero no faltan los accidentes fatales por la falta concentración con el volante. Igual pasa en el Sur, en el Este y también en la Capital donde tricicleros, motoconchistas, venduteros, canillitas, trabajadoras (es) sexuales y hasta los conductores de las carretas tiradas por caballos huesudos y cenizos lo usan mientras hacen vericuetos en el endiablado tránsito de las avenidas principales.

Ni hablar de los y las estudiantes en escuelas, colegios y universidades. No hay forma de impartir docencia durante cinco minutos sin que suene un celular. No es raro ver en las aulas a estudiantes concentrados (as) en amenas conversaciones telefónicas mientras el docente imparte clase, pese a las advertencias de no usar este instrumento en el aula. Pero esto también pasa en reuniones formales y en salas de espectáculos. Los usuarios de celulares son compulsivos. Reaccionan como drogadictos ante la ansiedad que genera la falta de estupefacientes. Y logran la mayor excitación, que no comunicación, cuando sienten que los demás les escuchan. Es el momento del clímax. ¡Qué emoción!

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