Cementerios, la vida tras la puerta, la vida

<p>Cementerios, la vida tras la puerta, la vida</p>

POR MIGUEL D. MENA
“Vanidad de vanidad”, leemos en El Eclesiastés, todo lo es.

Vivimos acumulando sin saber que sólo nos llevaremos la franela o el paño y tal vez alguna zapatilla.

Se vive entre yipetas y carreteras y condominios sin percibir que al final el espacio será justo para estos huesos, si es que no nos meten en un horno y entonces cabremos en cualquier bolsillo.

“Vanidad de vanidad”, sigo leyendo.
La Biblia nos trajo un mundo que al final se debatirá entre la luz, la oscuridad y el fuego. Los hindúes y el Mandala nos trazan un universo con un ombligo. Una vez existió el limbo. El Nirvana todavía permanece. Para muchos será un sueño largo, inmenso, profundo, del que nunca nos levantaremos, sólo en el cariño y sólo por la bondad que se pudo acumular por este tránsito terrestre.

Vamos trazando líneas, que no serán más que una conjunción de puntos. ¿Pensamos este punto? Aunque no lo pensemos, estamos en él. Vamos creando territorios, desgastando muchas veces la vida en toneladas de cemento a veinte años de pago, sin advertir que sólo dejaremos algún recuerdo, con suerte, bueno.

“Sabe el hombre donde nace pero no dónde va a morir”, nos aconseja la voz como raspada de Yupanqui.

Una vez un niño tenía ocho años y vio a su padre dormir en su casa un sábado en la mañana. Ese sábado en la tarde la radio informaba de un exoficial de la Marina de Guerra que había sido baleado en su farmacia. Al día siguiente el niño miraba a su padre en una caja, en la Funeraria La Altagracia, el 15 de abril de 1970, cuando aún las letras de aquella funeraria se hacían con huesitos de barcos piratas. Aquella caravana desde la Av. Bolívar hasta el Cementerio Nacional de la Avenidad Máximo Gómez fue como el descender de un satélite sobre un planeta extraño, como la revelación de un mundo que ya no lo dejaría más. Estaba en una ciudad en miniatura, exactamente como la que Kafka relataría muchos antes en una carta a su amada Milena. Era una ciudad como de juguete, donde el chino trazaba sus idiogramas y los nombres se sucedían como mensajes en galletitas chinas y donde las fechas se multiplicaban como la raya que quería fijar el tiempo en una memoria.

La costumbre de ir al cementerio desde entonces ha continuado en aquel niño que no pude seguir siendo, aunque confieso, siempre hago el intento, cuando puedo, cuando encuentro a otros niños inmensos que también buscan epitafios como la poesía más vital.

La vida me ha llevado a Berlín-Mitte. Tengo la suerte de tener en mi barrio el cementerio de la Iglesia Santa Hedwig, donde están algunos de mis autores y artistas alemanes preferidos: G.W. Hegel, F. Schinkel, B. Brecht, J. Heartfield, H. Mann, H. Müller, entre muchos otros. Lo que más destacan de esas tumbas es la modestia y simpleza con que dormirán el sueño eterno. Más allá estará todo un mundo transformado por “La Fenomenología del Espíritu”, por el neoclasicismo, Mackie Cuchillo reciclado en Pedro Navaja y mejor no seguir hablando de la creatividad desbordada por esos autores convertidos en puro hueso, en polvo, en simples despojos.

Los cementerios sensibilizan. Son la página en blanco, que escribiremos, ante las que algunos mostrarán resistencia pero donde todos nos inscribiremos.

Los cementerios son un buen jardín los fines de semana, en Berlín, en Estocolmo, en París, en San Francisco de Macorís y en Elías Piña.

No sé por qué sólo hay que estar pendientes de ello cuando se nos va un ser querido o conocido o por un acto social.

En Santo Domingo el cementerio de la Avenida Independencia es el espacio por excelencia del alma, la creación, los días de las Ocupaciones –haitiana y norteamericana-, de luchas y guerras civiles, de días que no cesan, de una República hecha con el sudor y la sangre de muchísima gente. Es un cementerio íntimo, olvidado e ignorado por las instituciones, las academias, muchas familias, donde las tumbas desaparecen a la vista de todos –como la del maestro Abelardo Rodríguez Urdaneta-, sin que muchos se den cuenta y lo peor: sin que a nadie le importe. Aquí están los combatientes de abril que no tuvieron luego dolientes y tal vez mejor así, porque así somos, lamentablemente. Siempre que puedo voy a ver la tumba de Jacques Viau y también la de Luisa Ozema Pellerano.

Los cementerios contienen las letras más íntimas de una ciudad.

La “Antología del Spoon River”, del norteamericano Edgar Lee Master es un aliciente, la mejor introducción a los cementerios. Ahí están los muertos más y menos comunes, hablando sobre las tumbas, peleándose a veces porque el Juez Sommer no tiene flores como el borracho Chase Henry, aunque haya luchado toda su vida contra la corrupción y la prostitución en su pueblo. Yee Bow tampoco las tiene, aunque no le interesa, pero eso sí, estará inquieta, lejos de su tierra y de Buda.

Las coplas de Jorge Manrique también son lectura, más que obligatoria, imprescindible:

“Recuerde el alma dormida avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida cómo se viene la muerte tan callando” Yee Bow no lo sabe, pero también los vivos estaremos inquietos, aunque no todos tengan nostalgia de tierras y de Buda y de Cristo.

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