JOSÉ SILIÉ RUIZ
Durante un profundo sueño mi conciencia vagó como esos manes romanos, y en búsqueda de un lugar especial, me tropecé con una peña de intelectuales en un utópico reino galáctico, que las circunstancias los habían obligado a residir en ese terruño donde sólo existía un conflicto, pero ni económicos ni sociales.
Muy amablemente fui invitado a la manera inglesa a dicha reunión a tomar aristocráticamente el té esa tarde, para que platicáramos de nuestra parte sobre la cognición cerebral. Todos los diletantes eran pertenecientes a la clase intelectual, la que se caracteriza porque muestran una gran preocupación por los grandes enigmas del hombre y del universo y quiérase o no son los albaceas principales de las creaciones excelsas del espíritu humano.
Con un trato muy amable, me dicen que ellos conocen mi condición de neurólogo y que por tal me habían pedido que les hablara de esos aspectos cognitivos, claro, luego de tratar temas relacionados con Malthus, Comte, Nietzsche, Neruda, Proust y Saramago, entre otros. Pero ellos me querían hacer al unísono una confesión personal, pues antes de ser obligados a ser hombres políticos, en su reino había una maldición para el que quería abandonar la política una vez en ella, para volver de nuevo a la vida intelectual, y era que se podían convertir cada uno de ellos en un menhir y que por tanto estaban obligados muy a su pesar a continuar en esas labores estratégicas.
Conversamos sobre Max Weber, el que en sus tratados más de una vez citó el llamado interior que tenían por igual el político y el hombre de ciencias, ese llamado interior lo conmina a uno y otro a realizar sus tareas. Les enfaticé que el intelectual era un ser poseído por igual por la misma pasión que el político, pero que era una criatura llamada a dedicar su vida al servicio de la verdad, pero ellos ya duchos en la estrategia política me hicieron la sabia observación de que son muchos los caminos para llegar a Dios, y que el de ellos los políticos, era mucho más accidentado y asaz el laberinto de los compromisos sociales.
Al acordarme de la razón de mi visita, les expliqué lo siguiente: empecé comentando que las funciones ejecutivas cerebrales constituyen un conjunto de habilidades superiores de organización e integración que se han asociado neuro-anatómicamente a diferentes circuitos neurales que convergen en los lóbulos prefrontales de la corteza cerebral. Están implicadas en las funciones de la anticipación y el establecimiento de metas, el diseño de planes, la inhibición de respuestas inapropiadas, la adecuada selección de conductas y su organización en el espacio y en el tiempo, la flexibilidad cognitiva en la motorización de estrategias, la supervisión de las funciones de estados motivacionales y afectivos y la toma de decisiones. En este aspecto los neurocientistas consideran la función ejecutiva superior como la expresión máxima de inteligencia aplicada, llamase emocional, madurez, tacto, etc., siempre en relación con los lóbulos prefrontales. Todo esto, les señalé, se relaciona con un apropiado liderazgo en cualquier campo, pero vital en la vida política, y básico para la grandeza de los que en ella participan. Me invitaron estos dilectos a otra degustación con mi té preferido, el Earl Grey. Me dijeron al despedirme: Doctor, quédese con nosotros en este reino. Les respondí que me honraban, pero que no tenía yo esas grandes condiciones exigidas por ellos. Por igual debía abandonar mi tranquila torre de marfil, y el temor a la maldición de los manhires de la que ellos me habían hablado; el único conflicto que existía en el reino era la acción política la que tenía como en todas las constelaciones, elementos maléficos en cuanto a enfrentamientos, boches, deslenguamientos, malquerencias, trapisondas, etc. Les dije que no era mi estilo, y que por tanto prefería seguir haciendo mis discretos aportes humanistas y sociales allá en la tierra, donde yo ya tenía un líder muy inteligente y carismático a quien admiraba, con el que yo sí podía conceptualizar y de manera profunda y trascendente intelectualizar refinadamente, y al momento de decirles su nombre, fue en ese instante cuando yo desperté.