¡Chánquenlo!

¡Chánquenlo!

Narración, cuento, relato, pueden envolverse una misma sustancia. ¿Cómo puede uno definir, en ciertos temas o asuntos que se trata de un cuento o  de un relato?

La narración está en el centro. Es decir, que uno u otro podrá relatar. ¿Cómo le ponemos el sello de identidad a cada materia?

Bien es cierto que existen cuentos sobre temas fantásticos o relatamos realidades que rayan en la irrealidad.

Mi cuñado Perucho me reclamaba en días pasados que hace tiempo que no publico algunas de sus “travesuras”. Así mismo me lo dijo, y yo caí en cuenta de que tenía razón. Pero sin decírselo, pensé que algunos de sus relatos-cuentos son tan naturales que pueden ir más allá de lo prudente por ocupar columnas de un diario de esta calidad. En fin, me decidí por el relato-cuento que me hizo hace cerca de cincuenta años, y que no se me olvida.

Perucho era mensajero de correos de su pueblo, con sueldo que no pasaba de veinte pesos mensualmente. Catorce años de edad y pariente del director de aquella oficina, se creía un consentido. Además eran muy pocos los muchachos de su época que podían disponer de ese sueldo mensual, en una demarcación con tanto desempleo entre los mayores de edad.

Un día llegó a la estafeta una caja que, en apariencia prometía algo grande. Ya la oficina estaba cerrada, por lo que atinaron a localizar al mensajerito. Éste no vaciló en recibir la encomienda, que venía en idioma extraño: las leyendas eran del inglés, y no traía dibujos. El cuñado  se dio cuenta de que se trataba de un pedido del director, de muchos años atrás. Terminó de desempacar y de hacer los ajustes que creyó necesarios, empezó el pedaleo de la bicicleta por las pocas calles asfaltadas de la ciudad. Vociferaba una multitud de muchachos que iban atrás.

Pocos minutos pasaron para que los seguidores del atrevido pedalista empezaran a amarrar de la parrilla trasera  del atrevido vehículo de tracción muscular: ollas viejas, orinales o bacinillas, latas diversas, calderos rotos, cantinas y otros desechos, con un ruido que aquello parecía la mañana de un sábado de gloria en Semana Santa.

La dotación del cuerpo del orden conoce bien a todos los moradores de un pueblo pequeño, y aseguraron que ese genio provocador de tal algarabía era pariente del encargado de correos, y para acometer sin fallas, encargaron a uno de los agentes acercarse al punto donde pudiera identificar –sin errores– al audaz que se la lucía pedaleando por las vías de mayor circulación en el poblado.

Pronto estuvo el jefe de la dotación frente  al mejor y más alegre bicicletero de aquellos contornos. Le echó mano por una oreja y le gritó:

-¿Pero usted sabe lo que está haciendo? Usted está destruyendo los bienes del Gobierno. Mírenlo, tan flaco y falto de comida y con esos dientazos. Tan feo como abusador. ¡Chánquenlo en seguida!

El comandante tenía dificultad en el habla. “Media lengua” como decimos por aquí. La gente se quedó comentando la ocurrencia y lamentó la suerte del flaco, feo, dientudo y abusador, que disfrutó, antes que nadie, la primera bicicleta que llegó a su pueblo.

Pasaron unos veinte minutos apenas, cuando el flaco jinete del vehículo de tracción muscular ascendía, a pie, una cuestecita, frotándose las manos, sin que nadie, ni siquiera él supiera de dónde procedía su gratífica y meteórica excarcelación.

Una tía suya, que sostenía “amores escondidos” con el comandante provincial, el mismo que había gritado: “¡Chánquenlo!”, varió la orden en tiempo récord, como solo el amor lo puede hacer.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas