Donald Trump aún no ha asumido la presidencia de los Estados Unidos pero ya podría estar orgulloso de haber provocado una primera crisis diplomática, nada más y nada menos que con China, país del que Hillary Clinton, siendo Secretaria de Estado, había advertido de que Washington no podía estar molestando mucho a China porque nadie se mete con su “banquero”. Pensaba en la enorme deuda multibillonaria que tienen con el gigante asiático. No importan los pronósticos catastróficos de algunos “magos”, China sigue y seguirá consolidándose y para nadie es aconsejable provocarla. Hasta ahora el liderazgo estadounidense de todos los signos lo han entendido.
Taiwán es tema muy sensible para Beijing. Al triunfar los comunistas el 1 de octubre de 1949 el general Chiang Kai-shek y su gobierno tuvo que huir, con buena parte del ejército y la burguesía china, hacia la costa desde donde Estados Unidos y aliados organizaron el puente aéreo y marítimo más grande de la historia para evacuarlos hacia la isla, propiamente china, de Formosa – hoy Taiwán – desde donde los declararon continuadores del gobierno y representantes de una China única. EE. UU. y el mundo en pleno – menos el campo socialista– lo siguieron reconociendo como legítimo y, consecuentemente, siguió ocupando el asiento de China en ONU y demás agencias internacionales proclamándose el representante de una sola China. En 1964 China se convierte en potencia nuclear en tanto se acrecientan sus contradicciones con la URSS, su viejo aliado. Alguien alertó en Washington sobre la eventual amenaza china de la que algunos dijeron, prepotentes, que era solo un “tigre de papel” y otros recordaron que tenía “colmillos atómicos”. Henry Kissinger, el genio geopolítico estadounidense por cincuenta años, convenció a Nixon de la conveniencia de acercarse a China y arregló un encuentro entre Nixon y Mao que llevó a la formalización de las relaciones bajo la sombrilla de las condiciones impuestas por China, a saber: rompimiento de vínculos diplomáticos con Taiwán – manteniendo los comerciales y de seguridad -, sacarlo de los organismos internacionales y devolverle el asiento en propiedad a Beijing bajo el principio de que el único representante de China era el gobierno de Beijing y, consecuentemente, EE.UU. nunca aceptaría una “independencia” de Taiwán calificada desde entonces como “isla rebelde”.
En nuestros días solo 22 naciones mantienen lazos diplomáticos con Taipéi, entre ellos RD. El partido hoy en el poder en Taiwán, de la presidente TsaiIng-wen, históricamente ha amenazado con la independencia a lo que Beijing ha advertido que respondería con la fuerza. Nunca ha trascendido que presidente estadounidense alguno haya roto el compromiso de no tener contacto con políticos taiwaneses. Ya China advirtió al futuro presidente que era mejor que fuese “cauteloso” y evitase “toda perturbación innecesaria”. Si Trump pretende adular a Taiwán para molestar a China se metería en un juego peligroso y dañino para el propio Taiwán, ya que podría acelerar que los aliados que le quedan se alejen de su socio. Mejor no abrir la puerta de los truenos y dejar tranquilo al astuto dragón.