Entre chofán y chow mein, alguna fritura cantonesa o quizás un suculento plato de cerdo agridulce, están las alternativas más comunes en la diaria relación que en esta parte de Occidente logramos sostener con antiguos súbditos de los rivales Mao Zedong y Chiang Kai-shek que desde el siglo pasado salieron de sus orígenes territoriales a poblar el resto del mundo con intenciones comerciales básicamente.
Empeñosos en vender barato desde los autos servicios restaurantes y hortalizas que por mucho tiempo los caracterizaron para luego aplicar acrílicos a uñas femeninas y fundar moteles que alineados por la autopista de San Isidro llenos de luces resultan lo que más se parece a Las Vegas en esta media isla.
Nacidos para llenar necesidades, desde lo culinario hasta las que deben saciarse en lechos de alquiler.
Pero los chino que uno conoce no exportan sus riñas por diferencias políticas ni anda tomando partido por estos lares por más que parezca que proceden de países en eterna confrontación.
Poco les importa que por aquí se muevan emisarios de Taiwán o de Pekin, aunque siempre ha de gustarles que traigan algo bueno para ellos y para el país que les brinda hospitalidad. Su color común de piel es el amarillo (según los encasillan) y sus ojos siempre son tan oblicuos, que se hace difícil diferenciar a un Liú de un Chen, a un Yang de un Huan.
Los Joa sin mestizaje que por aquí andan parecen hechos en serie a partir de un mismo molde.
y los Sang Ben de descendencia tienen en común, además de los rasgos orientales, casi la misma gran inteligencia e identificación con la dominicanidad y el academicismo, lejos de la relación con lo mercantil que prima en la imaginación de nuestros habitantes y en un tramo de la avenida Duarte; el barrio particular de estos risueños tenderos o hábiles mezcladores de arroz con cualquier otra cosa de procedencia vegetal o animal; pertenecen a la especie humana que inventó la pólvora, una cosa que llaman Wanton que siempre sabe raro y un famoso mentol que insensibiliza la masculinidad para prolongar el placer, según se dice y a muchos entusiasma a nivel local.
Nunca intente amigo lector, explorarle las concepciones ideológicas o de banderías políticas a los solícitos anfitriones de negocios chinos en esta ciudad.
Quise una vez que uno de ellos me definiera a Balaguer en la plenitud de los doce años de su gobierno de rudos efectos sobre muchos de sus congéneres, y nunca entendió mi pregunta.
«chinito no habla español», dijo. Pero su léxico, escuchado por mi repetidamente en visitas anteriores, me ilustraba, incluso en cibaeño, de su destreza idiomática para dirigir una cocina llena de operarios aquí nacidos y sin pinta de bilingües.
Insistí meses después en conseguir de él una opinión sobre el secuestro de Donald Crowley, el gringo militar de la embajada en Santo Domingo, y sobre la desastrosa batalla a tiros y sillazos que sostuvieron perredeistas en el hotel Concord, argumentándole que la gente de su nacionalidad está reputada, por lo menos en Bonao, de estar apropiadamente informada de las cosas que pasan en el país.
Su respuesta me convenció de su impenetrabilidad: «Chinito sigue sin saber español».