CIELO NARANJA

CIELO NARANJA

Uno se resiste. Algo está alboreando en la esquina. El frescor de esas seis y ocho de la noche en el Conde con Meriño  -esquina que para muchos fue el ombligo del Santo Domingo más sentido, hasta que lo rellenaran de taxis amarillos y estatuas insípidas-, todo va desembocando en cierta segunda planta de la calle más amplia y honda de la Isla.

Las tres cadenas que rodeaban la estatua de Colón están rotas. Las palomas –esas ratas del aire- son la consolación ante aquella plaza veneciana por las que nos derretíamos. El Parque Colón es un gran parqueo para las Harley Davidson y sus rubias despampanantes ante la que los tertulianos reunidos alrededor de Cassá o del Gordo Oviedo ya no ofrecerán resistencias, a pesar de que los hombres ranas, a pesar de que alguna vez los antitrujillistas y Abreu, tráigame otro café, y Abreu, ¿qué pasó con Pedro Péix?

Algo se está esfumando insistentemente: los castorcistas, los constitucionalistas, Aniana Vargas y otras mujeres heroicas demostrando contra el invasor yanqui, Plinio atrapado en la segunda planta del Roxy, el loco de Papote gritando sus años emepedeístas, Lacay Polanco sin poderse mantener en pie por culpa del señor Johnny Walker, los hermanos Ducoudray prestos a tomarse el último café, la nana de Freddy Ginebra pasando por la zona con el niño que no podía dormir, los caballos de los conquistadores que ya no eran fuertes ni ágiles, como hubiese querido el poeta, Ángela Peña, libreta en mano y alma no se sabe por dónde, el pintor Carlos Goico y sus payasos eternizados ya por la pluma de Rodríguez Soriano porque todos los ríos conducían silenciosamente a los helados de uva de playa de los Imperiales después de una tanda vermouth en el Leonor, el Cine Colonial, el Rialto o El Colonial, si no es que el sábado antes te desvelabas con don Rodolfo y sus Casa Weber, el Rinconcito del libro, humeando a incienso, o el Instituto del Libro y aquellos viejitos hablando en valenciano y buscando lo mejor de Editorial Bruguera, en caso de que no hubieses gastado los pesitos en aquellos textos de Editorial Progreso en la Librería Nacional.

Estos espacios, personajes y situaciones se me vienen arriba porque ya no me encontraré con la última fuente de la eterna juventud, el poeta Víctor Villegas.

Curioso que durante años en aquellos vuelos Madrid-Santo Domingo saliera en pantalla la ciudad de Charlotte Amalie y de repente flotara en la neurona aquél poemario basado en esa capital de las Islas Vírgenes. Pensar en Víctor Villegas en pleno vuelo se convirtió en una grata costumbre: aterrizábamos en Las Américas con la sensación de que el poema era un tobogán de entrada.

Mientras los escritores triunfaban y se ocultaban en sus yipetas y mensajeros y secretarias y torres, esfumándose de la ciudad, Víctor Villegas practicó el amor por la ciudad. La humildad fue su santo y seña. Nos quedan sus poemas y la revista “Yelidá”. Nos queda también el consuelo de sospechar que se estará comiendo un helado de uva de playa en Los Imperiales, o pidiéndole a Abreu un café con leche.

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