Cielo naranja
A don cuchito Álvarez

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Pasaje nocturno
De las últimas creaciones  literarias de Samuel Beckett Compañía es una muestra casi palpable de que la soledad no existe. Pues aún en el más ínfimo estado de embriaguez, bajo la hipnosis del silencio, otro mundo cercano al nuestro podría estar resurgiendo a través de una voz. Tal vez en distribuidas partículas la voz cobra fisonomía, o a lo mejor un agente desconocido nos visita durante las horas de sueño generando sonidos que, gradualmente, desarticulan nuestro sistema sensorial.

Llegamos a este punto laberíntico del estar solo, creyéndonos solos, con cierta congoja y de acuerdo con los postulados impresionistas de Beckett ponderamos el significar del silencio. Qué es si después de todo nuestros oídos sucumben a esas cavernas infernales de la ansiedad y angustia. Angustia que se delimita a un pesar. Pesar que deambula en la oscuridad, se adueña de todo cuanto poseemos llámese moral, carne. Simultáneamente nos dice que no estamos solos.

Sin la necesidad de tomar acciones distantes en cuanto a lo que podría ser verdadero o falso en el universo del yo, hallamos célebres aciertos en la realidad alucinante de Samuel Beckett dada en la novela  que subrayamos. En virtud de ello evocamos una experiencia personal única, que pocas veces en la vida del sujeto acontece. Divulgamos esto porque en esas permutaciones del sueño vi a Cuchito. Respiraba la vida con autenticidad emergiendo de la nada como un susurro. En el periódico del ayer diluía su autoridad.

De pies, desde el angosto pasillo de la entrada, era inimitable su físico, capaz de traspasar lo ordinario. Su silueta se volvía más renovada según el fluir de mi sueño. Era un sueño inquietante por lo que mis ojos no esperaban ver pero que, sin embargo, hubo de adaptarse a los mandatos de mi subconsciente que anhelaba, desde hace tiempo, su compañía.

Por alguna razón comprometedora que me obliga a serle fiel a especiales  amigos, a quienes  creo,  dispenso amor y gratitud, como es el caso que señalo en  la persona de Cuchito, amplío: la noche en que se presentó me hizo considerar la vida desde un aspecto más simple, quizás menos dramático. Por esta razón: opté no verle  cuando yacía en su espacio real.

Allí, en medio de aquel cortejo fúnebre, sin señales ni respuestas, merodeado de gente querida, lejana, cercana, pero que, a mi juicio, desconocía qué vínculo de amistad me unía a este hombre de honor. Vínculo de tal magnitud que mi la vida, la muerte opacaron con el encuentro. Un encuentro donde la verdad y la mentira tornándose ambiguas. Físicamente, siguiendo la razón de mi experiencia, estaba como  aquella última vez. Sonriente,  pero sobre todo humilde. No obstante, la soledad, que se traducía a una especie de apoyo moral, derramábase en cada partícula de su ser, en sus ojos críticos, en su pelo de nieve. Sin lugar a dudar, en esa soledad piadosa, que envolvía a ambos, tuve el privilegio de verle. Dios, en su infinita misericordia, permitió que mi sueño y su transitar cruzaran la pared fronteriza. De manera que en lo adelante las noches de silencio fueron, a mi manera de ver, infinitas.

En el silencio, ese silencio ensordecedor, descubrí que Cuchito forma parte de otra vida. Por lo tanto, en este mundo mimético, posiblemente el mío, el de ellos,  el de ustedes y vosotros, incluso, de la voz que discurre en la oscuridad adherida al estigma del que, impaciente, espera compañía, ya no estará él. No, si se trata de su gloria espiritual.             

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