CIELO NARANJA
Aquella bondad

<STRONG>CIELO NARANJA</STRONG><BR>Aquella bondad

POR MIGUEL D. MENA
Ahora que veo a mi hija Ximena, devorando la última edición de Harry Potter, primero en inglés y luego en alemán, de ver cómo los libros te pueden llegar por correo y a veces mucho más baratos que en la misma librería, no dejo de pensar en el niño que también fui y en la época que me tocó crecer.

De la ecuación de ambas variables, de ese entonces y este ahora, podría pensar el valor de la lectura para los niños en el desarrollo de la personalidad.

Es difícil explicarle a una niña aquí en Alemania lo que significa un libro en el «tercer mundo», y más en una época donde simplemente no había ni bibliotecas ni dinero, ni siquiera el mismo libro que podías y querías leer. La historia de la vida insular sonaría como a historia de los campos de concentración.

También es complicado hacerle ver la importancia de compartir lo que se lee y lo que se tiene, porque no siempre habrá otros con la misma disponibilidad.

Aunque suene a prédica y a moral, y aunque la bondad siempre esté en la mirilla del cazador como si fuese un posible pato pekinés, tengo que repetir siempre la importancia del pensar en el yo como extensión de los otros. Será más fácil andar con un dinosaurio con su correa que tratar de que te crean el valor de la bondad.

Ser de la Isla: estar aislado, distante, esperar a que te conecten o a que tú te salves del mar como distancia, ver los barcos con aprehensión.

En el año 1975 me había salido de una iglesia evangélica que ahora se podría considerar como «fundamentalista». El pastor decía, por ejemplo, que practicar deportes era «cosa del diablo». Entre los 10 y los 13 años mi única lectura había sido la Biblia, la que llegué a enseñar entonces en una Escuela Dominical, y libro que todavía considero como de cabecera.

Al salir de la iglesia estaba sediento de otros libros, pero enfrentaba el gran problema de los magros recursos financieros.

Las bibliotecas Froilán Tavárez, en la entonces Tte. Amado García Guerrero, la Hostos, al principio de la calle Duarte, y la Nacional, se convirtieron en mis refugios espirituales. En esta última conocí a dos personas que pronto se convertirían en grandes motivadores de mis lecturas: Tiberio Castellanos y Pedro Gil Iturbides. Tiberio fue como un padre: hasta me llegó a comprar en dos años consecutivos los libros de textos. A Gil Iturbides le agradezco la confianza y el estímulo a la lectura. No sólo me regaló mi primer libro de Ernest Hemingway, sino también me invitó a dar una conferencia, con el título «Duarte y la juventud de hoy». Con ella se cerró la semana duartiana en enero de 1976.

Por aquellos años no había una puesta en circulación a la que no asistiera, entre otras razones, porque entonces se acostumbraba poner en una mesa el paquete de libros para que el público se sirviera.

Aparte de la Biblioteca Nacional existía un local clave en la vida cultural de los 70: la librería de los hermanos Brea Franco, localizada en la Dr. Delgado con Santiago.

En su segunda planta, habilitada como salón de conferencias, desfilaban autores a los que interpelaba luego de sus actos. Virgilio Díaz Grullón me envió por correo «Más allá del espejo». A José Alcántara Almánzar le pregunté en público sobre «el uso de las malas palabras» en su narrativa, durante la presentación de «Callejón sin salida». Aquél centro cultural de los hermanos Franco no sólo fue el gran punto de encuentros intelectuales sino una especie de casa espiritual en aquellos duros años del balaguerismo doceañero.

La persona más difícil de abordar fue Juan Bosch, no por él, sino por el nerviosismo de presentarme ante alguien a quien admiraba tanto y de quien tenía una imagen mítica. Al fin me tiré al agua, diciéndole: «Don Juan, quisiera leer sus cuentos…» No tuve que hacer más argumentaciones. Bosch me invitó a que fuera al día siguiente a su casa de la segunda planta de la Calle César Nicolás Penson 60.

Llegué puntual, poniéndome a conversar con alguien que se me presentó como Nanchú y que pintaba un mural con el mapa de Centroamérica en el ala izquierda de la vivienda. Don Juan me invitó a un jugo de naranja, preguntándome a seguidas por mis padres, el lugar donde vivía, mis intereses, mis lecturas. De repente la figura que a diario veía en periódicos se me presentó con un calor humano, una cercanía y una bondad únicas.

Ahora que encuentro este ejemplar de «Cuentos escritos en el exilio», no puedo menos que pensar el que haya libros que se convierten en tu hermano. Te acompañan, te consuelan, te motivan.

Al leerlo, no sólo leo al cuentista Bosch: veo su inmensa figura aconsejando al niño de entonces hacer algo útil por su país y sus amigos.

Al recordar a Bosch también pienso en todos aquellos que disponían del extraño don de la humanidad para oírte, valorarte y estimularte a tratar de hacer cosas buenas.

Al pensar en aquella librería de los hermanos Brea Franco, pienso en las incurias de la memoria y en no recordar la importancia de las utopías y la amistad.

Quisiera agradecerle a aquellos mentores que tuve y recordar a los que se han ido. No hago la lista porque serían muchos y yo podría ser injusto con algún olvido. A todos: muchas gracias.

http://www.cielonaranja.com
Espacio ::: Pensamiento :::
Caribe ::: Dominicano

Publicaciones Relacionadas

Más leídas