Cielo Naranja
Aquellos grandes intelectuales

<STRONG>Cielo Naranja<BR></STRONG>Aquellos grandes intelectuales

Había una vez un  país con grandes intelectuales. Llegaban, se instalaban. Las luces se encendían.

Los temas estaban sobre la mesa, las voces eran enérgicas. Pienso en Juan Bosch llegando a Casa de Teatro, en Antonio Fernández Spencer tomándose la quinta cerveza en la Cafetería el Conde, en Pedro Mir bajando de su Lada como un Faetón tropical apropiándose de todos los fuegos, en Juan Isidro Jimenes Grullón sacando un tabaco y otro tabaco.

Detrás de ellos había escuelas, campañas, largos e intensos viajes, subidas y agobios, estrellas y lodo. Sus marcas eran el esfuerzo, la originalidad, la convicción, esa extraña capacidad de convocar y generar empatía.

Al partir de este mundo Enriquillo Sánchez el 13 de julio del 2004 sentí un gran vértigo. No sólo era el cómplice de muchísimas noches en Cambumbo o en Barra Marisol, en la Cafetera o en su casa de la José Contreras o en Piantini: era un ser constante en sus creencias el que nos dejaba, alguien convencido como el que más, dispuesto siempre a lanzar sus jabs aforísticos, a no dejarte tranquilo con una idea. Enriquillo podía vivir con las contradicciones y las ideas diferentes porque al final él se lo gozaba todo, hasta el territorio que no podía ocupar.

Poeta, narrador, ensayista, el benjamín de su generación, Enriquillo Sánchez era un intelectual y un ser humano a tiempo completo. Escribía, guardaba, dejaba reposar el ego, sacaba cosas de repente, se iba lejísimo y bien lejísimo ganaba premios y reconocimientos que pocas veces sus paisanos le concedieron.

Enriquillo fue un bon bivant. En ese París que de tan mozo conoció, tan Godard y «Ne me quitte pas» e “Inventen nuevas perversiones sexuales, no puedo más”, le cogió el gusto al Beaujolais nouveau, a Vallejo y a Cortázar. En aquel Santo Domingo de postguerra, no se alistó en ninguna barricada ni clamó por la vuelta de Caamaño. En los setenta quiso ser político pero se topó con el valladar de la “real politik” de los partidos. Después de ahí, ¡que viva la anarquía!

Pasados los cuarenta años, publica su primer libro, “Pájaro dentro de la lluvia” (1985). Léase: trascendió el afán de estar en grupos literarios, no se  cobijó bajo ninguna capilla burocrática ni partidaria, vivió como Sinatra, “a su manera”, y nos suministró aire fresco con la mítica sección de “Palotes” en la revista Ahora.

Al igual que aquellos grandes intelectuales, a Enriquillo Sánchez se le veía en las calles, trabajaba afiladamente sus metáforas, se dejaba oír por la calidad de su pensamiento, y aunque a veces lindaba con la crónica rosa –motivo de algún malestar nuestro-, supo lidiar entre las profundidades y las alturas.

Ahora que nuestros intelectuales sólo tienen tiempo para pelearse por premios o reconocimientos, cuando la opinión pública ya no les reconoce el aura, porque llegan como si nadie hubiera llegado, tengo que recordar a Enriquillo Sánchez: ese saber mezclar a Baudrillard con las Coco Band, el juego de lechoza con un paisaje del Canaletto, ese ser tan sincero y bondadoso con su tiempo, sus palabras, sus minucias.

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