Cielo Naranja
Bienvenidos a la ciudad Balaguer

<STRONG>Cielo Naranja<BR></STRONG>Bienvenidos a la ciudad Balaguer

Ahora que el número 50 despliega toda su magia en el imaginario dominicano, me atrevería a pensar los paradigmas a partir de los cuales  hemos levantado esta ciudad que contiene nuestro ser y es nuestro estar.

En 1961 la Ciudad Trujillo se recicló en algo que seis años después bien pudiéramos llamar Ciudad Balaguer.

Aunque disponemos del primer centro urbano de las Américas, la “ciudad” nunca se presentó como problema en el imaginario. Todo lo urbano pareció “orgánico” hasta 1961. Aunque dispusimos en aquél decenio de los sesenta autores como Juan Sánchez Lamouth, René del Risco y Miguel Alfonseca, que advirtieron los límites y el dolor que representaba aquella “Ciudad Trujillo” aún latente, sus conceptos sobre “lo urbano” fueron ninguneados por aquellos que creyéndose vanguardia, no hicieron más que reciclar viejas prácticas autoritarias.

Pero lo que no se continuó en la teoría o en la ficción, se materializó en las prácticas estatales sobre la Zona Colonial. Mientras enfrentábamos aquellas oscuras noches del más cruento balaguerismo doceañero (1966-1974), el centro histórico capitalino era intervenido de manera brutal. El pensamiento de entonces no  pudo enfrentar tales desmedros. Hacía falta la teoría que concibiese al espacio como parte de la lucha.

El balaguerismo no tuvo oposición para imponer su modelo de ciudad. A ello contribuyó un cuerpo de arquitectos que amparados en el pragmatismo consuetudinario de la profesión y a la materia indefensa de la Ciudad Colonial, puso manos a la obra. Se declaró arrabal lo que eran viviendas populares, se aprovechó el limbo de la propiedad inmobiliaria, imponiendo el Gobierno finalmente su concepto de “utilidad pública”.

Hubo zonas que se recuperaron de manera inteligente e integral, como Mirador del Sur, el sector de La Fuente y aquella entrada a Santo Domingo en la que no falta un letrero de “Bienvenida”, pero en la mayoría de los casos se apeló al viejo concepto del “efecto Potemkin”: hileras de construcciones de multifamiliares que tuvieron la misión de tapar barriadas populares.

El mapa de Santo Domingo se “aclaró” en el aspecto vial, trazando ese gran eje que fue la Avenida 27 de febrero, que efectivizó la comunicación Este-Oeste, pero que también a la larga sería la gran cirugía del “Santo Domingo de la parte alta” en relación al “residencial” de la otra parte. Pero también hubo soluciones ineficaces, como fue el puente Mella, denominado por la vox populi como el de “las bicicletas” por lo angosto de sus carriles. O también brutales, como la intervención en el Parque Independencia. E incluso, totalmente de espaldas a nuestra realidad, como el Faro a Colón.

Si hasta el último balaguerismo de los noventa tales intervenciones privilegiaban el aspecto del paisaje, las más recientes se obsesionan por el tema del transporte. Gracias a las remesas de nuestros  inmigrantes, a la economía formal, a la informal y a bastantes aderezos del lavado de dólares, tenemos una ciudad de torres donde la ofuscación ciudadana gira en torno al transporte: autos, parqueos, modelos, gasolina, semáforos rojos, la vida parece sólo moverse entre semáforos.

Es tiempo para pensar esta ciudad, sus decires y sus haceres. No sólo somos ruedas…

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