Siempre se está volviendo a la poesía de León Felipe. Es algo como una almohada, un palillo, un abrazo, un empujón, la acompaña de la comida, el abanico chino, la palabra exprimida día a día. Si me dijeran cuál de los Quijotes, te diría que aquél de León Felipe, sí, el de «Vencidos».
Hay poetas que lees por obligación, porque el café está pendiente, el impresionar a alguien con tus convicciones o tus dudas, también, porque hay que seguir la lista de las cien obras como si tuvieses que ir a
Hay nombres que pasan a la izquierda y que también se atolondran en algún articulillo inteligente y bien azucarado, que se engolan a la hora de los aniversarios aunque será como el pan que tratas de revivir con un poco de agua en el microondas o el pez que de todos modos sucumbirá al agua recién cambiada porque ese es su destino.
León Felipe todavía tiene una voz ronca, grávida, socarrona.
Hay un dejo suyo que no nos deja: la meseta castellana, la vivacidad andaluza.
Esa manera tan propia de hacerle notas al pie del Siglo de Oro y del 98 y del 27 y de todos los números que vendrán, es lo que siempre está volviendo a la cabeza.
León Felipe hizo del destierro su patria.
Huérfano.
Sin capa y sin espada y sin que nadie tenga que preguntar nada.
El mejor abuelo y sin necesidad de correrías.
Sin necesidad de cruzar calles.
Anegado.
Mínimo.
Españolísimo del agua.
Poeta del barrio, detrás de todos los vinos y cervezas, del sol que pronto será solcito.
No hay un sistema «León Felipe» como lo podría haber «Antonio Machado» o «Luis Cernuda», porque de tan simple su poesía mejor volver a las palabras de Becquer, que son del aire y vuelven al aire.
«Así es mi vida,
piedra,
como tú. Como tú,
piedra pequeña;
como tú,
piedra ligera;
como tú,
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú,
guijarro humilde de las carreteras»
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