Cielo naranja
Corbatas tristes, corbatas felices

<STRONG>Cielo naranja<BR></STRONG>Corbatas tristes, corbatas felices

Bien que el hábito hace  al monje y que nadie se imaginará a un general sin su uniforme. Del resto, qué decir, ¿tenemos que andar uniformados? ¿Es el saco y la corbata garantía de buena costumbre?

A mí me han rebotado del Teatro Nacional por tratar de oír a la Sinfónica Nacional en jeans. La ridiculez tropical te saca facturas. ¡Guerra al jean! ¡Que vivan los encorbatados! Nunca he tenido nada contra la corbata, aunque confieso que me atraganto cuando las uso. Aquí en Europa es normal el usarlas. Nadie te mira la marca o el color. Nadie habla de corbatas. Hablar sobre ellas sería como conversar sobre una olla de presión o referirse a la tarjeta del funcionario que usas para limpiarte las muelas. Yo tengo mi set de corbatas rojas, azules, negras, que uso dependiendo de la temporada, la actividad social. Hay una finitas para ir a vernisagges, otras celestes si se trata de festividades nacionales. A la hora de enfilar para la Filarmonía o para el Schauspielhaus ni pensar en ellas, porque poco congenia ella con la hora del espíritu.

En la Isla las corbatas son otra cosa: muros, celdas, fustas. O te ocultas tras ellas mostrando eficiencia, o tratas de apresar tus calamidades internas o de imponerlas al infeliz que pasa por ahí, porque eso sí, si el jefecito usa corbatas los jefezeados también tienen que tener las suyas. Lo importante es el coro, el ejército, la manada, el blandir la corbata como una espada,  como la varita bajo cuya orden la manada displicente se diluye entre sus escritorios o pasillos o tráeme un vaso de agua atemperada.

“Los uniformes blancos han vuelto”, clamaba Miguel Alfonseca en aquél cuento que ojalá pudiera estudiarse en las escuelas, porque ahí no hay desperdicio, porque ahí se habla de esos jefecillos que a pesar de la vez rompen cabezas o al menos lo tratan, destajan lo que sea en su camino o al menos también lo intentan. Los uniformes también exigen sus corbatas.

Pero también hay corbatas eficaces, que no molestan, que son parte de cierta alegría. Ahora veo cuatro corbatas felices: René del Risco, Pedro Mir, Enriquillo Sánchez y Pedro Péix. Ahora recuerdo a Barbarita ilustrando durante años aquello de la “corbata de don Pedro”. Veo también ahora a otro Pedro, a Troncoso Sánchez, tan esbelto y donairoso en aquella esquina del Conde con Arz. Meriño, donde me contaba con nostalgia que en su infancia –don Pedro había nacido en el 1902- se podía ver desde ahí hasta la Puerta del Conde. Por ahí desfilan los mellizos Hernández, primero en el Parque Independencia y luego en el Parque Colón, esa vez no como en el cine, cuando perseguían a Gardel en aquél filme newyorkino: desfilan con sus sacos y corbatas, como también Chito Henríquez lo hacía. También está mi abuelo Lico, con su saco y corbata obligatorios a pesar del sol y los ciclones, ¡nunca vi al abuelo que no fuera así, tan gallardo con su corbata roja a rayas!

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