CIELO NARANJA
Dominicanos postcoloniales, postmodernos, ¿postdominicanos?

<STRONG>CIELO NARANJA<BR></STRONG>Dominicanos postcoloniales, postmodernos, ¿postdominicanos?

Por una de esas extrañas elipsis de la vida vuelvo a la Academia y redescubro aquellos viejos gustos por los lechos de Procusto a la hora de valorar las categorías, los conceptos y los paradigmas. En los años 80 no hablar de “lucha de clases” y “penetración cultural” era como mandar a un ciego a correr el maratón. En la actualidad, quien no cita a Babha, Spivak, Rorty y García Canclini o descuida hablar de sociedades “postcoloniales” mejor que ponga su barba en remojo.

Desde los 80 hasta esta fecha ha quedado claro aquél subrayado que ya en los sesenta hacía Alwin Gouldner en su “Crisis de la sociología occidental”: Max Weber superaría a Karl Marx, porque lo que movería la historia ya no sería la lucha de clases sino la lucha por el prestigio. Pongo esta perla como ejemplo, pero aún podría citar autores más antiguos como Benjamin o muchos posteriores, como Foucault o Agamben, para resituar una serie de viejos conceptos en los que fuimos conformados y que la historia nos demuestra ahora como “fuera de servicio”.

Aplicado todo esto a nuestra ínsula, la pregunta sería el cómo repensarnos. ¿Qué es la dominicanidad? Al principio me hubiese gustado agregarle algo, como por ejemplo preguntar qué es la dominicanidad “finalmente”, pero el intento me parece sin sentido, porque estaría dando por supuesto la apetencia de establecer un constructo fijo o fijable en el tiempo.

Cuando oigo hablar de “sociedad postcolonial dominicana” me pregunto el alfa y omega de tal formulación. A menos que sea una fórmula para seguirle el juego a los sabios académicos norteamericanos, que son por ahora los grandes empleadores de los jóvenes pensadores que en nuestro país tal vez estarían condenados a magras aulas universitarias en algún extensión regional de Azua –con perdón de Azua-, pienso que hay que aligerar el peso de esos trajes.

Hay un gusto neopositivista por clasificar, empacar, situar y ordenarnos en razón de cierto corpus, donde la mayoría de las veces lo importante es establecer puntos de comienzos, rupturas o conclusiones, pero no detallar procesos en razón de resituarnos en la insularidad. Es como en la época gloriosa de las teorías “dependentistas” de Falleto y Cardoso, cuando América Latina parecía más una pieza pequeña de la gran maquinaria norteamericana-europea y no un continente con “en sí”. ¿No sería esta una nueva forma de neocolonialismo, el seguirnos articulando en función de cierto sentido común de la academia norteamericana que, amparada en unos cuantos teóricos postcoloniales, creen al fin haber podido subvertir los paradigmas de nuestros conocimientos? Ciertamente hay que leer las tesis de Said, bajar a Bartra y agregarle una pizca de Sarlo, pero también hay que completar el ciclo con autores más lejos –Nietzsche, Weber- y también tomar en cuenta autores locales esenciales como Pérez Cabral, cuya obra “La comunidad mulata” se conoce sobre todo de oídas.

Ante la crisis del conocimiento insular, ante las descargas de nuestros intelectuales “postcoloniales”, ante una intelligentsia más preocupada por un capuccino del supermercado Nacional que en la expresión formal del saber, la vuelta a ciertos clásicos nos ayudaría a tomar un poco de aire.

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