Cielo naranja
El dominicano es ahora el malo de la película

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Los dominicanos nacen, crecen, se reproducen y estallan. Dominicanish, cibaeño macerado con inglés, las palmas subiendo a troche y moche en Washington Hights, ¡oh veinteavo piso desde donde el Alexis Guerrero tira una soga hasta el sexto de los mellizos Araque en El Barrio!

Los dominicanos ya han llegado a la pantalla en el 2008, léase Junot Díaz y/o la película «Pride and Glory». En ambos está el imán de W.H., sus niveles de violencia y desparpajo como las capas que cubren el bizcocho chino.

En 1992 celebrábamos el quinto centenario y dos muertos dominicanos removieron a Nueva York y Madrid. En el 2008 no celebramos nada, pero ahí tenemos a Oscar Wao y esta película dirigida por Gavin O’Connor, todo un éxito evidente, con estrellas como Edward Norton, Colin Farrell y Jon Voight. De Wao todo se sabe: cómo la Academia norteamericana reconoce el valor de una obra tan americana como dominicana. De esta película qué decir: es la primera donde lo «dominicano» es el otro, lo malo, lo que hay que extirpar.

La trama no es tan inteligente que digamos: la estación 31 de la NYPD le hace el juego a los narcotraficantes criollos. Con el acribillamiento de cuatro «cops» cómplices, aparece el bueno (Edward Norton) y las cosas se pondrán en orden, en el mejor estilo Hollywood. Mientras tanto, la comunidad dominicana está infectada de narcos que se la pasan matando y  comiéndose entre ellos, sin ningún dejo de benevolencia. En una escena Collin Farrel le grita a Eladio Casado (interpretado por Rick González) que no le hable ese «monkey language», refiriéndose al castellano-dominicano.

Mientras la familia de policías del viejo Francis Tierney, Sr. (John Voight) lucha por mantener la vieja tradición de fidelidad al orden policial –y en cierta medida hasta es consecuente con ello en el final-, en la comunidad dominicana todo es lo contrario: familias aglomeradas en ratoneras, ningún código de honor, un sálvese quien pueda arrastrando lo que sea y una violencia visceral hasta en la respiración.

Agotados «lo cubano» –los balseros ya no venden- y «lo colombiano» –los nativos son los crakeros de Manhattan-, ahora nos toca el turno. En «Carlito’s Way» (Brian De Palma, 1993) apareció el maleante «Quisqueya». En el remake de «Shaft» (John Singleton 2000), Samuel Jackson enfrentaba al personaje dominicano de «Peoples Hernández», quien se pasaba el tiempo oyendo a Fulanito y metiendo cantidad de cosas. En «Pride and Glory» no somos el fondo sino lo que está de frente, lo podrido, la oscuridad que reta a las claridades de una familia policial donde lo importante es mantener la tradición, los más firmes valores de América, ¡oh Lord, God save America!, aún y sea a costa de meter en un saco a todos los felices e infelices que de una u otra manera se han hecho un espacio en Washington Higths, como si en esos finales de la Era Busch alguien nuevo tuviese que estrenar el saco del malo. Ahora le toca al dominicano.

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