Cielo naranja
Enriquillo Sánchez era un manantial

<STRONG>Cielo naranja<BR></STRONG>Enriquillo Sánchez era un manantial

Digo «Enriquillo Sánchez» y  el alma está eclipsada. Los recuerdos oprimen. Los recuerdos te atenazan: los años 70 y la inolvidable sección de «Palotes» en la revista Ahora! que él co-dirigía, entregándonos a Huidobro, a del Risco, llevándonos de la mano por el Santo Domingo de la pólvora sesentina y las luces de neón que tan repentinamente nos obnubilaron; los diálogos con su padre –siempre reivindicando al preclaro Padre de la Patria Francisco del Rosario- y con él en el Condominio Santurce, en la Av. Independencia, cuando se corrió la leyenda –que Enriquillo una y otra vez negaba con su sonrisa socarrona-, de haber ido a medianoche, en pijama, a una barra del Parque Independencia, a comerse un sándwich; su tesis de grado sobre «la poesía bisoña» en la revista Eme-Eme; finalmente su casa, con su inseparable Christy, en la José Contreras cerca de Alma Máter.

Enriquillo Sánchez fue un manantial. Benjamín entre cuentistas y poetas –René del Risco, Miguel Alfonseca, Antonio Lockward Artiles, Armando Almánzar, entre otros-, Sánchez supo domesticar las palabras y encauzarse por lo más difícil de aquellos tiempos: el yo.

No fue un autor de «postguerra», si es que se sigue entendiendo el concepto como el techo de aquellos que siguieron en la poética barricada y con el mazo dando. A veces la cronología no coincide con lo real del poema. Enriquillo Sánchez fue el más universal de los autores de los 70. «Por la cumbancha de Maguita», poemario datado en 1976 y recién publicado en 1989, es una de las cumbres creativas en el último cuarto del siglo XX. En su poética y en su vida se mantuvo marginal a las capillas, atendiendo solo a un yo que sin embargo no era ni egoísta ni introspectivo. Enriquillo simplemente hacía lo que consideraba correcto, aún y a riesgo de las exclusiones. Era un provocador. Hacia 1978 llegaría hasta a ser expulsado del PLD sólo por haber entrevistado en Ahora! a José Fco. Peña Gómez.

Pero anécdotas aparte, lo que queda es su poesía. En «Por la cumbancha de Maguita» se traza una cartografía donde el París del poeta –del año 1965- se confunde con el Santo Domingo de siempre. El cosmos rayueliano de Cortázar es como un cielo firme, con luceros y todo. Los desbarajustes del sujeto son los mismos que los de la ciudad, como René del Risco supo ver en «El viento frío» (1967). Pero Enriquillo sabe tensar ese borboteo de imágenes en una especie de geografía «in between», un espejo convexo por donde todos nos deslizamos.

París y Santo Domingo son leídos y trazados entre una memoria que es a la vez constancia de que alguna vez, sólo alguna vez, y luego la niebla de Paz, el barco de los locos haciendo agua.

Ahora que se habla de los paradigmas de la cultura popular haciéndose capaces en los salones de la rancia «vieja cultura», volveremos a Enriquillo y sus ganas permanentes de sacarle chispas a la noche, a sus estrellas.

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