CIELO NARANJA
Esperando por  Martha Rivera

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El riesgo de muchos nombres es  la cantidad de flechas que lanzan, la comprobación de tantas devastaciones de sábados y tabacos y “fulanito pasó por aquí” y como siempre, todo deshaciéndose, con una luna inevitable. Muchas de esas flechas tienen que ver con Martha Rivera: algún concierto de Neil Young o la vuelta de Cat Stevens, el vestido de Emily Dickinson que tenía Kara, las noches de insomnio frente a youtube y la obligación del Cortázar de “Salvo el crepúsculo” y Joni Mitchell, cuando ambos se deseaban algún río para navidad en “The River”.

Tengo muchos años sin ver a Martha Rivera. Pienso en ella porque en la librería Strand compro una versión al inglés de “He olvidado tu nombre” o porque uno de sus hijos –Pavel o Trilce- lanzan los últimos boletines de prensa. Martha es y vive como otras grandes mujeres: tan aislada como Hilma Contreras o la vieja Dickinson, tan intensa como la Pizarnik o la Joplin. En los ochenta fue nuestra gran femme fatale –junto a la esfumada Sandy García, su alter ego, tanto en la vida como en su poesía-. En los noventa le puso la tapa al pomo de aquellos años de desenfreno con su novela, premiada en 1995. Desde entonces sólo supimos de ella luego de un proyecto hermoso, y como casi todos, evaporado: el motivar a la vuelta de la redacción epistolar.

Poeta, narradora, ensayista, en Martha las palabras siempre se condensan en un intenso fondo de imágenes, verdades y apuestas al pensar.  Su “Twenty Century (aún sin título en español)” fue toda una revelación. Algún día lo leeremos como la versión posmoderna de “Hay un país en el mundo”. Ensamblando los restos del autoritarismo Trujillo-balaguerista, recomponiendo los cristales rotos de aquellos días que comenzaron con el disparo con que Antonio Guzmán le puso fin a 82 años del siglo XX, Martha supo ser la primera poeta feliz del país dominicano.

Aquel “yo” que René del Risco había acariciado en “El viento frío” (1967) y que luego sería vapuleado por la “vox populi” de lo que se impondría hasta los año 80, fue recuperado por Rivera. Tal vez el único poemario que hasta aquél mítico 1985 pudiera funcionar como un par, podría ser “Fórmulas para combatir el miedo” (1972), de Jeannette Miller. Sin embargo, en Martha hubo un ingrediente lúdico, una noción de comunidad, de placer en sentidos inmensos de la palabra: la gratificación del cuerpo, del espíritu, el ser reconociendo sus andamios que al final serán: hierro, musgo, aire, levitación, tener algún día que acabar lo construido y estar consciente de que todo cabrá en alguna lágrima de un profeta en los desiertos.

En los noventa se produjo un rudo golpe. La Martha narradora acarició las nubes con “He olvidado tu nombre”. Recuerdo aquél carro que se compró con el premio y el letrero que leí aquél día en que me dejó en la 30 de marzo con 27: “Enemigo rumor”.  Recuerdo muchísimas cosas de Martha. Ojalá y aparezca con sus letras: la estamos esperando  con el inmenso cariño de siempre.

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