Cielo naranja
Hay ciudades donde los fantasmas
no dejan de dar vueltas.

<STRONG>Cielo naranja<BR></STRONG>Hay ciudades donde los fantasmas<BR>no dejan de dar vueltas.

 Por Miguel D. Mena
Volver a Leipzig es reencontrar a J. S. Bach dirigiendo su coro de Santo Tomás, a J. W. Goethe representando su Fausto, a Napoleón con su batalla de las naciones, a Lutero y a los hacedores de la Enciclopedia Brockhaus, es decir, todo lo que cabría en un sueño de Borges, mientras el tío Jorge Luis sigue soñando con algún día aquellos tomos que eran para él como disponer ya de todos los techos para que la vida siga siendo vida.

La Feria del Libro de Leipzig es la más vieja de Alemania y tal vez la primera del mundo.

Debo confesar que cada vez le tengo más miedo a todo lo multitudinario que tenga que ver con los libros, desde sus presentaciones hasta sus ferias, porque al final cada libro representará una dosis de soledad, de aislamiento.

En mundo en el que todo acaba siendo masacrado por las cámaras y los titulares, el libro viene a ser el último refugio de la persona, la posibilidad de soñar o de despertar, pero una de las pocas posibilidades.

Con la Feria del Libro en esta ciudad, sin embargo, todo puede relajarse. El libro y la ciudad serán los héroes. Uno podrá buscar, encontrar o no, dejar.

Si una ciudad tiene un barrio de libreros y editores, entonces estamos salvados.

París y el Sena tienen sus bouquinistas, tan querido por Cortázar y tan buscados por David Puig.

Leipzig tienes sus cientos de años de historia. La más reciente etapa es la que comienza en 1945 y concluye en 1989, desde la conclusión de la Segunda Guerrera hasta la caída del muro de Berlín.

Entre ambas fechas tenemos una ciudad con una vida provincial, a veces en concurrencia co la capital sajona, Dresden.

Después de la Guerra y el predominio de la República Federal Alemania, esta ciudad oriental perdió su principalía a favor de Frankfurt. Sin embargo, se trató de mantener la tradición librera durante los tiempos de la República Democrática Alemana, y de hecho esos días de Feria eran la única posibilidad de acceder desde aquí al pensamiento y la creación de Occidente.

Ubicada en una moderna edificación, se tiene la sensación de estar llegando a una gran estación de trenes. En cuatro amplísimos salones se vive una atmósfera de fiesta, el estar siendo parte de esa comunidad del alma donde lo importante es dejar libre la imaginación y los conceptos en su fluir.

Esta Feria no apuesta a la masa ni a romper records de actividades. A diferencia de la de Frankfurt, Leipzig se orienta a lo interno del país, y ante todo, al público joven y a las pequeñas editoriales. Mientras en el 2006 en la ciudad del Meno hubo 287.000 visitantes y 7.271 expositores, en la ciudad sajona hubo 126.000 visitantes y 2.160 expositores. Al principio podría extrañar lo exiguo de uno y de otros, tomando como referente nuestras habituales ferias, pero lo particular de las alemanas es que la entrada se paga, con tarifa para todos los gustos, desde el simple estudiante, desempleado o minusválido, hasta una entrada para la familia.

Al tomar el tren regional en la nueva Estación Central de Berlín lo apretujado y lo raramente bullicioso de la gente nos indicaba que ya estábamos en medio de la Feria, ¡y a dos horas y media de camino hasta nuestra meta!

El ambiente que se respiraba en el compartimiento era de carnaval. Máscaras, pinturas, todo un ajuar nos hacía sentir en un mundo de comics. Los preferidos, por no decir los privilegiados, eran los animies y los mangas japoneses. Desde el duro de Naruto hasta lo apacible de Sailer Moon, cada rufían o bueno o canalla estaba aquí representado. A medida que el tren hacía sus paradas en Brandenburgo o en la Alta Sajonia, nuevos feligreses del mundo nipón se agregaban a la vendimia.

Pensaba que sólo a mi hija se le ocurría estar leyendo semana por semana a sus Detectives Conan y cosas parecidas, pero no: el lector de esos comics puede llegar hasta los treinta años bien cumplidos, siendo una parte ya bastante sensible del público lector alemán.

Ya en el pabellón número 3 se estaban cumpliendo los presagios de las dos horas anteriores: familias completas vestidas a la usanza de algún momento decisivo del comic japonés, detrás de las baratijas orientales o delante de algún papel en blanco, sacándole filo a eso que parece tan fácil y tiene que resolverse como tantas cosas del Imperio del Sol Naciente, en un solo trazado.

La Feria del Libro no sólo se desarrolla en estos inmensos pabellones. La ciudad de Leipzig también es protagonista. Lecturas, representaciones, discusiones, en los cafés y en los espacios públicos, durante cuatro días el libro es el héroe.

En pequeños espacios y buscando un público que por lo general no pasaba de 30 o 40, las lecturas y presentaciones se salvaban de lo protocolario. También los happenings y las instalaciones tenían sus momentos. Algo muy típico alemán: la renuencia a la teatralidad, el buscar la eficacia en lo mínimo y el darle continuación a una tradición donde lo que se escribe y publica no es más que la extensión de lo que se vive o pervive o se desea o se sufre o lo que sea.

Al dejar Leipzig los fantasmas no se quedaron.

El sueño de Borges, del mundo como una inmensa biblioteca, nos seguía acompañando.

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