Cielo naranja
Jaime Guerra en su elmaremoto.blogspot.com

<STRONG>Cielo naranja<BR></STRONG>Jaime Guerra en su elmaremoto.blogspot.com

POR MIGUEL D. MENA
La fotografía dominicana tiene sus nombres grandes, chiquitos, y en cursiva. Dentro de los primeros habría que mencionar a los maestros que van desde Rodríguez Urdaneta, Báez, pasando por Wilfredo García y Max Pou, y llegando hasta Polibio Díaz y Miguel Gómez.

Los chiquitos son inmensos, tantos como blogs y noches de cerveza y de coger para aquí y para allá, y de muchachas que se salen del cueco y muchachos que vaya usted a saber.

Jaime Guerra no es precisamente un muchacho pero nos sorprende siempre al demostrarlo.

Su nombre suena en los ambientes publicitarios y en noches cuando hay que editar, corregir, oír, coger a mil, despegarse, caer.

Gracias a la magia y los abismos del ciberespacio lo encontraremos a él y su obra, como si al mismo tiempo la familia Robinson pudiese ser alertada con el famoso «peligro, peligro» del robot no menos famoso de la célebre familia.

Así como Abelardo escribió su decálogo para tomar y tomarse fotografías, así habrá que advertir sobre las maneras de percibir el trabajo de Guerra.

Lo primero es la sobriedad de la imagen. Como buen retratista del Renacimiento tardío –tal vez tirando más a lo Rembrandt por aquello del retrato y el ornamento-, lo primero que fotografía nuestro autor es su entorno familiar, y en especial, la abuela, quien parece más una dama de la corte de Felipe II que una señora dispuesta a complacer por todo lo alto al paquete de nietos.

El tiempo cava sus huellas y estas arrugas son de pura agua. Eso sí, pueden estallar, juntarse, arroparnos. El conjunto titulado «From angry to happy in 6 easy steps» es un estudio bastante puntual de esa metamorfosis consabida de todo ser querido. Esta calle al final tu nombre, sí: abuela.

Un rostro podrá leerse como mapa. Deleuze y Guattari hablaban en «Mil mesetas» de esa máquina de la rostridad con la que nos representamos a nosotros mismos dentro del ambiente tecno-natural. Los rostros son el primer pilar en la obra de Jaime Guerra. Tras ellos, la patria, la época, los gestos corporales anunciándonos esos jirones en vía contraría, la verdadera clave del arte: la pareja mostrará sus precipicios, los policías romperán con lo que deberían ser los policías –el cuerpo doblado, los guantes que los sitúa más en algún circo que en una parada amenizada por la inconfundible voz del Divo, el grandísimo maestro Osvaldo Cepeda y Cepeda y se peda, se pedalea todo…

La fotografía dominicana contemporánea no la tiene fácil. Está marcada lamentablemente con un naturalismo a lo National Geographic, un paisajismo urbano que ni siquiera llegará a las noches de Georges Brassai y una conciencia demasiado colorida de esta realidad pastosa. En medio de este contexto, la obra de Jaime Guerra, al igual que la de la poesía más interesante que se cultiva en Santo Domingo en estos tiempos –pienso en Josefina Báez, Rita I. Hernández, Giselle Rodriguez Cid, Nadia Lugo, Juan Dicent, Homero Pumarol, Frank Báez, Paul Álvarez -, tiene una gran conciencia de la narración en la imagen. La fotografía retrata en este caso el azar, pero el poeta que hay en la cámara sólo rescata aquello que entra y sale, no sólo el decir o el testimonio del instante que se fuga.

Jaime Guerra viene de la escuela publicitaria, donde lo primero golpear al ojo. A diferencia de los domadores de leones de la publicidad moderna, en su caso, la propuesta descansa en esa oda a la cotidianidad y los mitos que la refrendan: la naturaleza salvaje del monte que adentro contiene un colmado, el mismo colmado llevado a todo color y a blanco y negro con el poeta descalabrado al fondo de la mesa 8, el viejito que sale y que al parecer acaba tomarse par de litros de un reconstituyente bestial.

Al igual que la propuesta de lectura de los espacios interiores de Polibio Díaz –de quien en otra oportunidad nos ocuparemos-, en Jaime Guerra hay un interés antropológico y desmitificador alternativamente.

Dentro de su amplia contabilidad de mitos nacionales, los suyos se mueven en la sombre y ruedan por alfombras negras. La aglomeración de zapatos o el cielo tan vacío y azul como al principio de «Betty Blue» nos llevan por este país en sus colores más intensos.

Aglomeración, pliegues, estamos entrando a las pieles de este país camaleónico, donde las definiciones son innecesarias pero donde uno sabe que el «míralo ahí» es la confesión de que todos estaremos enjaulados en las mismas palabras.

Las marchas militares, en filas buscando lo que sea, el desasosiego ante los deseos incumplidos, el desasosiego nacional ante las pesadillas, todo cabe en el lente de este fotógrafo.

Puede ser que esté en Barcelona o en Madrid o en Nueva York, y siempre habrá algo de aquí, algo donde se confirma la posibilidad de que hayan imágenes con ecos, gritos que sobrevivan al clic de la cámara, espasmos que sigan saliendo aún y cuando apaguemos la máquina o vayamos a la nevera o a la máquina de lavar en esa dificilísima posibilidad de ser los mismos luego de estas visiones.

Jaime Guerra es un fotógrafo intocable. No es fácil verlo en papel o en publicaciones, mucho menos en exposiciones. Su medio por excelencia es la pantalla del ciberespacio, lo que por otra parte no deja de tener sus riesgos.

Píxel o bytes, he aquí el problema, querido Watson…

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