CIELO NARANJA
La huella de la rareza

<STRONG>CIELO NARANJA<BR></STRONG>La huella de la rareza

Los raros se abren a tus ojos como la blancura en los dientes de Miss World.  Los raros salen del sombrero del mago como bisontes asustados. Los raros están al fondo, como los restos del naufragio o del limón. A los raros, para domarlos, tienes que acudir a otros raros y ponerte más raro que nunca.

Rubén Darío hizo desembarcar en 1896 un cargamento de buenos “raros” en la literatura. Con Lautreamont y Poe dio la voz de alarma. Alter egos del vate nicaragüense, cómplices del alcohol o las noches más largas del planeta, quienes se deslizaban en esos patines explotaban nubes a su paso, como los niños patinantes de Brueghel.

En Santo Domingo es todo un oficio ser un escritor raro. Hay algunos que han logrado domar al genio de la palabra y hacer de los márgenes el ombligo del ser. Hablo de aquellos a quienes se les pone un signo de admiración porque fueron alcohólicos o negros o pobres o angustiados o personas a quienes nunca les ha interesado el cartesianismo del poder y sus bizcochos chinos. La lista de los raros más viejos no es tan larga: Zacarías Espinal, Juan Sánchez Lamouth, René del Risco, Miguel Alfonseca, Jacques Viau Renaud. Las de los jóvenes asusta, porque, ¿dónde aquellos que no insisten y escriben porque así nomás y escriben bien, con oficio?

Sobre la camada de autores más recientes, pienso en especial en Juan Dicent (1969) y Paul Álvarez (1978). Ambos comparten una rara condición: viven desde poco más de un lustro en Nueva York y dejaron apenas un libro publicado en la Isla.

De Dicent se conoce “Summertime” 2005), un libro de cuentos alucinante, facturado con los sociolectos de las noches postmodernas dominicanas de finales de siglo. Su autor, nacido en Bonao, quiso ser normal, dedicándose a las finanzas, pero al final viró por la publicidad hasta caer en cualquier escondrijo del East River. Desde ahí escribe cuentos que son la delicia de la comunidad internetiana y mucho más. “Summertime” fue también publicado en Buenos Aires, como una joya más de ese mundo que se calienta entre Bonao –la ciudad del autor- y la estratósfera.

Con Paul Álvarez la historia es parecida. Al igual que Dicent, se acrisoló en la escuela norteamericana que va de los cincuenta hasta los sesenta, haciendo de Ferlinguetti y Carver y creo que John Ashbery algunas de sus referencias fundamentales. “La pelota”, poemario (2004) publicado como “edición de autor”, es una de esas joyas de las que poca gente se entera.

Es un poemario de complejas metáforas, donde se explora ese mundo de carreteras que llevan al mismo punto de donde saliste, donde además se puede sentir la aspereza de un Auden que ya no quiere saber de quién podría tocar la puerta.

Pongo estos ejemplos para no abusar, porque podría seguir. Hablo sólo ahora de dos libros y dos autores que con toda seguridad no figurarán en antologías o diccionarios, y sin embargo, son de las voces más significativas de nuestro ser. Con Dicent y con Álvarez aterrizamos en algún pedacito de costa. El sol se diluye con esa placidez de sábanas recién secas y teniendo uno ya un poco de sueño…. Qué suerte: los raros existen.

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