CIELO NARANJA
Los encantos de mi casa!

<STRONG>CIELO NARANJA<BR></STRONG>Los encantos de mi casa!

Es nuestra segunda piel. Somos en tanto habitamos. Lo normal es el techo como la última frazada, la puerta como los ojos. A eso se refería Mircea Eliade cuando hablaba del omphalus del habitar, esa sensación de centro a partir del cual armaremos lo vital.

La cualidad del ser se podría valorar a partir de la relación con ese espacio íntimo. Pero la casa donde se vive no siempre es lo deseado. Lo normal es agenciarse un espacio ya hecho, insertarse tal vez en cierto lecho de Procusto donde lo lógico será entonces el que te adapten a un viejo deseo, concepto o propuesta. De ahí la queja frecuente ante el ingeniero, el arquitecto o el maestro constructor: que si los materiales, que si la lluvia, los ladrones, la tranquilidad.

Como nuestras ciudades se aceleran a la velocidad del rayo, la cuestión del habitar se ha convertido en un bombardeo cotidiano de quejas y preocupaciones. No sólo cuenta el material, los colores, las disposiciones, sino ante todo el lugar, el prestigio. La “máquina de habitar” que pensaba Le Corbusier es aquí otra cosa: la tendencia es que se convierta en lo no-deseado pero ya hecho.

Lo que el arquitecto con tanto esmero puede diseñar, muchas veces contraviniendo el sentido común del “buen dominicano” de nuestras nuevas clases medias o planteando alguna exquisitez extra o contra-insular, lo procesa el inquilino. La inseguridad ciudadana de los últimos dos decenios ha convertido nuestra ciudades en inmensas cajas de cartones de hierro. En vez de presentar el edificio como una unidad, el individualismo convierte a hermosas estructuras en grandes pastiches.

Tanto en los “barrios populares” como en los “ensanches tradicionales” las tendencias son parecidas: desaparece la arquitectura popular de las casas particulares, levantándose estructuras que reflejan la atomización y los miedos de la sociedad dominicana del siglo XXI. Una dominante que inquieta: la casa tiene que “representarse” en el espacio, tiene que “destacarse” en el sentido de que un hacia afuera tendrá que ser más consistente que una estructura hacia lo interno. Muestra de ello es el chorro de columnas, mayoritariamente neoclásicas o neo-nadas, que se han convertido como una especie de “deber ser” en cuanta edificación se construya. Aún así, por esta vía no seremos nunca una “ciudad de las columnas” como la Habana de Alejo Carpentier, porque aquí no hay manera de organizar nada jónico o corintio en base a un contexto orgánico.

Construir en columnas, sustentar cada piso en balaustradas, hacer visible lo que nos sustenta, ¿no sería otra manera de enrostrarnos nuestras dudas, la incapacidad de pensarnos sin los elementos de fuerza, de sostén, de mantenimiento? La herencia más vital del trujillato todavía nos arropa.

El neoclásico se ha convertido no sólo en un estilo sino en una forma de ser, de sustento: importan los aderezos de-lo-que-sea y esa componente remitiéndonos a cierta idea de pureza ya perdida. Veo nuestras ciudades y vuelvo a mi casa de San Carlos, que doña Gabina ha estado haciendo desde 1979, y la tranquilidad es inmensa, como el café que me acabo de tomar.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas