Cielo naranja
Manera de hablar, de habitar,  ¿de ser?

<STRONG>Cielo naranja<BR></STRONG>Manera de hablar, de habitar,  ¿de ser?

Hay tópicos a los que se vuelve con las mismas ganas que Ícaro a sus sueños de volar. El expresarse en público del dominicano, ¿podría vincularse a un ser, a un habitar? ¿Abriríamos otra puerta a ese arcano  cada vez más nublado de “lo dominicano”?

Comienzo recordando aquella serie de televisión de los años sesenta, “Misión imposible”, a la cinta magnetofónica que se autodestruiría en cinco segundos, a la obligación de decirlo todo en un tiempo justo. Recuerdo al mismo tiempo la verborrea de Osvaldo Cepeda en los desfiles del 27 de febrero, a sus descripciones aguándole la boca a un Quevedo elevado a la enésima potencia. Traspongo esa cartografía de palabras y espacios a otros ámbitos: a las avenidas que pocos saben cómo concluyen, a las conclusiones inesperadas por no decir obligatorias de los merengues clásicos, a esos cambios radicales en los decibeles y las frecuencias herzianas del Dr. Balaguer, porque una cosa debía ser dicha en pública y otra cuando el pueblo estaba enfrente. Voy más allá y advierto ese neoclásico tropical, herencia y tierra de cultivo de cierto neotrujillismo que no cesa y de todos los “neos” que nos sustentan y agobian, porque si algo sustenta a la dominicanidad moderna es la capacidad de sobrevivencia de todo lo posible e imaginable de las diferentes formaciones sociales.

Hay un común denominador del hablar moderno del dominicano: los tonos cnn-mexicano-cubanos de nuestros locutores, los tonos sabio-elocuentes donde  los castelares locales a veces se elevan con tonos gallerísticos y sí, nos mataron el gallo en la funda. Luego vienen los expertos en las pausas, los que después de cierto párrafo te lanzan un “eh eh eh” mientras tú esperas que el conejo al fin salga del sombrero.

¿Hay relación entre las maneras de hablar, de habitar y de ser? No hay que aferrarse mucho a Heidegger o a Bachelard o a Barthes o a Baudrillard, ciertamente, pero también tendríamos que ver la dominicanidad como un habla y como un hablar. La voz, el ente, tanto como las paredes y estructuras urbanas, también establecen un habla, un territorio, un constructo. Hay en el habla accesos de verdad legibles como los balcones y las entradas. Se habla para expresar y también para ocultar. Las imprecisiones obligatorias de nuestros políticos, los puntos suspensivos de cualquier ministro, legislador o ex, las apelaciones al refranero, a las frases con doble sentido, ¿no se apreciarían como el entrar y deslizarse en una yipeta?

Con el inglés se aprende a tratar al mundo con poco tiempo y de tú a tú. Con el alemán, es imprescindible dejar hablar y luego ser lo más preciso posible.  Con el castellano-dominicano, ¿hacia dónde vamos?

Crecidos en una naturaleza asombrosamente autoregenerativa, situados en una mentalidad del siglo XVIII permanente –lo que quiere decir: lo que nos mantiene tendrá que venir de afuera-, el hablar en dominicano está matizado por el representar, mostrando más las vías monumentales de acceso que el contenido mismo.  Entre el afuera y el adentro hay  como una fractura: es como pensar que los cinco segundos de “Misión imposible” nunca se consumirán.

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