Cielo naranja
Patrimonio Monumental, Cultura, Cabildo ¿funcionan?

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Los espacios de la Ciudad Colonial dominicana  son como la piedra de Sísifo: por más que pongas una edificación en su lugar, siempre volverás al punto en que algo falla, algo se descascara, y entonces tienen que volver al mismo párrafo que habrás escrito una, dos, miles de veces.

El vivir fuera de Santo Domingo impone el rigor de siempre volver con el corazón en la mano. Se sale con la conciencia del vértigo, la pérdida, de si las piedras o la gente o los colores o las texturas estarán en sus antiguos o consabidos lugares. Uno siempre vuelve con una sensación cuasi metafísica, como esperando que el tiempo no transcurra, lo que bien podría ser la confirmación de que en verdad nunca estuve lejos.

Todo se complica cuando el devenir del tiempo no conlleva un mejoramiento de la calidad vital. «Pasa el tiempo y las ideas se desarrollan», dice, más o menos, el dicho alemán. Pero sí, los dominicanos estamos bien lejos de la racionalidad germánica y más cerca de aquello que Kant anotó como la «racionalidad caribeña», aún y sin nunca haber salido de la gélida ciudad de Königsberg.

El cruce de las calles 19 de Marzo y Mercedes siempre fue una delicia. La antigua Iglesia Evangélica y la Librería Dominicana –ambos los ámbitos esenciales del inolvidable librero Julio E. Postigo-, aquel parquecito tan delicioso, con todo y estatua de Salomé Ureña, ese edificio que se despliega, imponente, con una de las fachadas más hermosas del Santo Domingo colonial.

En París, y gracias a los consejos de David Puig, y junto a la Princesa, tuve la suerte de contactar a un librero de viejo que tenía un puñado de viejas postales dominicanas. Ahí compré una de 1929, donde se ve nuestra esquina en cuestión. El paisaje no ha cambiado sustancialmente. El hombre de bombín se esfumó, pero tanto el edificio que ahora nos preocupa como el que está debajo, en la esquina Lu  perón, aún se mantiene.

En octubre del 2007 aún se sentían los efectos del viejo proyecto de Pinturas Popular, de adecentar con sus productos nuestras fachadas coloniales. Para el 2008, y en vista de las elecciones presidenciales, vino un zarpazo de colores: mudado un comité del PLD, un cuarto del edificio se teñiría de morado.

Desde hace más de un año los vecinos, viandantes y los amantes de la ciudad han tenido que asumir la discordancia de los colores. Y no sólo eso: las au toridades siguen fracasando con su mar de disposiciones. Ni Patrimonio Monumental, ni la Secretaría de Cultura, ni el Ayuntamiento, han asumido las leyes de ornato ni de paisajismo que desde hace decenios deberían regir en la Ciudad Colonial. ¿Avanzamos? Ahora sólo recuerdo la lucha de años de Jean-Louis Jorge por pintar el frente de su casa, no muy lejos de aquí, de color rosado. No es que esta ciudad se uniformice con un blanco colonial –o brutal-, pero sí deberíamos asumir que habitar y poseer en esta zona también tiene sus responsabilidades ante la historia y los ciudadanos.

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