CIELO NARANJA
Pensar la otra piel dominicana

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La imagen de Santo Domingo es al mismo tiempo la de su espacio público. La fotografía local, desde finales del siglo XX hasta el año 1961, salvo un par de manifestaciones históricas –como la desocupación norteamericana en 1924 o la coronación de la Virgen, dos años antes-, está dominada por paisajes sin habitantes.

En la ciudad se hace y se es historia. Al fotografiar, se recogen los lugares simbólicos, plantándose un hito en la memoria: se capta lo que trasciende, las texturas sobre las que nos sustentamos, los techos históricos que nos dan soporte, el triunfo de la piedra sobre la madera.

Desde Samuel Hazard hasta Luis Emilio Mañón, los colores de los sujetos, los espacios que habitan, estaban trazados por el ojo que veía la historia y aquél que se decantaba por lo antropológico: a las sólidas edificaciones se les agregaban los bohíos habitados por negros o las calles tomadas por niños uniformados.

Estamos frente a una historia por relatar: la de la constitución del espacio público, la de los usos de las casas, parques y calles, lo que no será más que una estrategia para tocar lo esencial: el sujeto dominicano. Pero antes debemos aclararnos una cuestión teórica y metodológica: de qué “sujeto” y de “qué dominicano” estamos hablando. Estamos frente a aquello que Louis Althusser denominó como una “ruptura epistemológica”.

Hay que superar ese sentido común donde lo dominicano aparece como una evidencia, algo dado y armado históricamente. Necesitamos romper con esa costumbre clasificacionista, como si lo nacional tuviese que insertarse en una especie de lecho de Procusto de los archivos científico-sociales, y luego subsumirse en una conjunto infinito de clases y segmentos sociales. El definir un objeto solamente en el sentido de que el mismo no conllevará una ontología sino un acuerdo estratégico emerge como el camino más amplio y efectivo. Y aquí viene el escollo de la vieja tradición más “moderna” de las ciencias sociales dominicanas, la marxista, al plantearse la sociedad como un conjunto de clases sociales sin considerar las modalidades multiculturales y geográficas particulares.

Es hora de hablar de la dominicanidad como una manifestación de una sociedad que desde sus inicios ha sido esencialmente multicultural. La piedra para comprender este fenómeno aparece en el gran nicho del sentido común: pensarnos como bloque, dentro de cierto designio universal y a partir de valores que se mueven hacia un fin –tal vez- místico. La otra limitante es pensar que la cuestión cultural sólo es de exquisitez antropológica o un tema para resolver sobre la tarima. Ante las mismas cabría preguntarse sobre el imaginario histórico en relación al ser y al hacer, la constituciones de sujetos, espacios, discursos, dispositivos, lógicas, lo que timbra lo “dominicano” estratégicamente según la cartografía del poder: si se está en el centro o en los márgenes, si se trata del “arriba” o del “abajo”.

Fundamentar nuevas reglas para el ciudadano: de eso se trata en un ambiente democrático, de potenciar conceptos que conduzcan a una sostenibilidad del ser en lo que de humano contiene.

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