Cielo naranja
Por favor, ocho minutos de silencio

<STRONG>Cielo naranja<BR></STRONG>Por favor, ocho minutos de silencio

Te levantas y apretarás un botón, la radio, el encendedor, la luz. Te sentarás en el borde de la cama, habrás puesto en orden la almohada, tres pensamientos, el pelo si es que lo tienes, los pies ya no estarán tan fríos, el friíto entrándose por los resquicios de la puerta, irás al baño, a la cocina, te verás, todo lo mismo.

Podrá ser “Memorias del subdesarrollo” (1969) o cualquier cortrometraje de Godard en sus inicios, seguramente la nieve cayendo si es que Debussy suena al fondo, pero como diría el filósofo azteca José José, “Lo dudo” o “Espera, aún la nave del olvido no ha partido, no condenemos al naufragio lo vivido, por nuestro amor yo te lo pido, espera”.

Podrá ser lo que alguna vez te imaginaste y nunca fue, nunca podrá, el espejo retrovisor que te mostrara Incháustegui Cabral o la algarabía en el Higüamo, según René del Risco.

Te lanzarás a la radio matinal, los ladridos obligatorios, los más listos rayándote las neuronas, poniendo en lugar tu set de informaciones, tus herramientas para la sobrevivencia a la hora de decidirte si por arriba o por debajo de la 27 con Lincoln, si ahora o después de la comida, si antes o quién sabe ante el menú, el memorando, la minuta del día, la cita a las 8 de la noche que será como siempre a las 8 y 90 de la noche, las enseñanzas del último gurú en la parte trasera del auto porque el calor de Santo Domingo agobia, porque el calor de Santiago arrasa, porque en Moca es peor y en Barahona ni se diga, porque el calor es terrible si la enciclopedia humana te sigue reventando el oído con sus enseñanzas de “sabía usted que” o la noticia que de otra manera nunca podrás oír.

Estarás en cualquier tapón o semáforo o reunión y el traque-traque de la radio, el comentario del último atraco y los trajes blancos volviendo, sí, como diría Alfonseca, mientras decir Robert Frost es como hablar de los primos de quienes fueron a la luna, como si mencionar Sánchez Lamouth fuese un sacrilegio, como si escuchar a Smog o Anthony and the Johnson fuese la clave de ese ejército de solitarios que se extiende entre Santo Domingo, Berlín y Delhi.

Buscarás algo en tus bolsillos pero el infierno en que se han convertido las palabras no te permitirán ni persignarte ni pensar en esos seres alegres que ojalá y encuentres aún y sea bajando la Lincoln, léase Jimmy o Maurice o Ángel y aún Jaime con todo y su colección de Tarkovsky y el planeta de las mujeres simias y las locas pa’quí y las locas pa’llá de Ritica Indiana y la rusas de Juan Dicent, cada vez más escasas en el Upper Side.

Cerrarás la puerta, volverás a la página aunque no sepas la línea en que se quedó el poema de Ashberry, sacarás tu ipod y sólo querrás ocho minutos de silencio.

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