Cielo naranja
Recordar, ¿para qué?

<STRONG>Cielo naranja<BR></STRONG>Recordar, ¿para qué?

A cinco decenios de desaparecida la Era, la sociedad dominicana todavía no  ha podido ponerla en su justo lugar. Ha faltado el peso de una Academia que sitúe con justeza hechos, actores, circunstancias. Entre víctimas y victimarios se han ido generando alianzas múltiples, generando una comunidad de valores esquizoides. El balaguerismo de los doce fue como un pozo donde muchos rostros se perdieron. En el perredeísmo de los primeros ocho años hubo prácticas –como los trágicos días de abril de 1984- que recordaban de repente aquellas oscuras noches de los cincuenta.

¿Qué recordamos? ¿En qué medida recuerdo, pensamiento y acción concitan  una voluntad de cambios? ¿Nos democratizamos? ¿Superamos el pasado?

Sería bueno reflexionar sobre la “memoria colectiva” de la que hablaba Maurice Halbwachs, esa que consolida identificaciones y permite un sentido de propiedad comunitaria. Tal vez podríamos ir más allá, y retomar las teorías de Carl Jung sobre los arquetipos universales o ser más posmodernos con Jean Baudrillard y aventurar la idea de cómo hay tragedias que luego se reciclan bajo paradigmas carnavalescos. Pero dejemos teorías que para nuestros intelectuales promedios lucen como exquisiteces y no como lo que son: herramientas teóricas cada vez más necesarias en la explicación de un proceso histórico cada vez más enmarañado.

Lo acontecido entre 1959 y el presente tiende a concitar más interés académico en los Estados Unidos y Europa que entre nosotros. Salvo el descomunal trabajo de documentación del Archivo General de la Nación, ¿qué ha pasado con nuestras universidades? ¿Dónde están las historias que no sólo sean retratos de héroes, recuentos de hechos heroicos y trágicos? Al parecer nuestro pasado depende más de rostros que de situaciones. La anécdota supera las lógicas y la valoración de los hechos, los discursos, las relaciones de poder. Fuera ya de este ámbito del poder, ¿qué ha pasado con los principios de justicia social, de transparencia, de poder expresarse sin cortapisas, de expresar un pensamiento claro? ¿Qué significa ser “consecuente” con un pasado, responsable de un momento histórico?

A finales de los 60 Miguel Alfonseca escribió un cuento que todavía tiene toda su actualidad, incluso en el título: “Los trajes blancos han vuelto”. Cuando veo que las tomas de posesión todavía continúan una tradición impuesta por el trujillismo y que ningún país de Occidente ahora practica –el utilizar una vestimenta blanca-; cuando oigo ese tono engolado, neo-barroco, de locutores, presentadores y políticos,  me digo que la vieja parafernalia continúa, que algunas figuras han cambiado pero que entre 1936 y el 2010 hay una continuidad pasmosa en cuanto a representarse el Estado.

Sigo repitiendo que el trujillato no sólo fue una Era o una figura que murió en mayo de 1961: también ha sido un conjunto de valores culturales ya legitimados en la sociedad dominicana gracias a cierta amnesia histórica y a la propuesta de un carro “modernizante” que ha sido funcional al “dominicano moderno”. El trujillato pudo haber desaparecido pero el trujillismo ha tomado todos los cuerpos imaginables desde 1961. El reto que tenemos por delante se podría resumir en lo planteado por Pedro Henríquez Ureña: instalando el concepto de justicia social como valor social supremo. Pensar esta justicia: ese es un reto.

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