CIELO NARANJA
Recuerdos y neblina

<STRONG>CIELO NARANJA<BR></STRONG>Recuerdos y neblina

Un recuerdo es un alto
Recordar, uno de los prismas de la heroicidad. ¿Hay gestación del ser que no conlleve aparejado un retrotraimiento a lo ya aureáticamente acontecido? Dialogo con Guy Debord y agrego que no sólo vivimos en una sociedad del espectáculo, sino en una donde no nos salvamos de los héroes.

¿Nos consumen las heroicidades? ¿Es posible salir a la calle o entrar a una exposición o tomar unos palitos chinos y no ser víctimas de un deslizarnos como con cámaras supuestas en cualquier relumbre, el comentario al margen que nos revela no sólo estar caminando o comiendo, sino reciclando algún gesto ya consabido? Un recuerdo es un alto, un punto que puede ser suspensivo o final, el momento previo al puente o a la hoguera. Es plausible pensar el recuerdo como una máquina y una maquinaria consecutiva. La sociedad contemporánea, al parecer, sólo puede sostenerse con la permanente recreación de sus mitos –o sus supuesto- originarios.

El recordar hechos supone, no sólo una vuelta a esas bases originarias, sino el vértigo de que sólo hubo ahí aquella distancia, aquél acto heroico. Sitúo el recuerdo como el páncreas o el Amazonas: están aquí, al margen de mis pensamientos, los llevo o los encuentro, me irritan o me elevan, son inevitables en su estar aunque no siempre tendré conciencia de lo que seguirá a la constancia de haberlo situado aquí o allí. Las frases acompañantes sobre la puesta en escena del recuerdo ya no tintinean: agobian por su insustancialidad, porque no están refrendadas por otros sonidos, sonidos trascendentes pienso, cualidades que permitan acceder a otras esferas. «Recordar para no olvidar», «recordar para no repetir», son dos de las frases más frecuentes. Después de reconocer las fintas, ¿seguiremos confabulándonos con el engaño? El recordar es tan inherente al sujeto como sus órganos vitales.

El problema comienza cuando el recuerdo es sólo aviso, alarma, confirmación de que sólo los otros –los propietarios del recuerdo- tuvieron vidas o acciones. Comienza entonces el momento en que recordar no es sólo retrotraerse a determinado acontecimiento: es frontera, dique, hito con el que los tiempos no son momentos propios de cada quien sino imposición de unos sobre los otros. También hay un componente totalitario en las insistencias del recuerdo, porque aquel «yo» se impone sobre los otros «yoes», siendo el pasado una foto fuera de foco, en blanco y negro.

La historia se percibe entonces como línea única. El hecho vence lo múltiple. Lo arropa. Esfumadas las complejidades, la multiplicidad, el recuerdo tiende a instalar objetos únicos, a elevarlos como íconos, ejerciendo así una fuerza a veces aplastante sobre el resto de «lo recordable». Recordar es imponer rostros. Si el rostro es sólo cara –y no corpus de un momento, gesto que se expresa en una narración, por lo tanto, siempre más que el uno-, entonces las efigies egipcias también se instalarán dentro de este pastiche tropical en el que vivimos.

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