Cielo naranja
Santo Domingo 
devorada por sus hijos

<STRONG>Cielo naranja<BR></STRONG>Santo Domingo  <BR>devorada por sus hijos

Cada paso por una ciudad es subrayar sus estancias. Si asumimos la ciudad como texto –como alguna vez lo propusiera Víctor Hugo en “Notre-Dame de París”-, leeremos en sus ruinas todos los tiempos: en lo que alguna vez se sustentó, en la mirada que al mismo tiempo es un ser en el presente, y tal vez en esa inmisericorde capacidad de multiplicación que muchas veces tienen el “hacer el espacio”.

Los quinientos años de historia de Santo Domingo ha sido tiempo de arruinamiento permanente: descuidos, despoblamientos, devastaciones, leyes de la naturaleza y de los materiales de construcción.

El célebre poema “Ruinas”, de Salomé Ureña, podría convertirse en uno de los grandes paradigmas nacionales: el canto a lo que se esfuma y la vocación de cierta parte de nuestra intelligentsia de pensarse en una simple función de optimismo, como si la racionalidad pudiera imponerse al final de los tiempos.

Los últimos treinta años de historia urbana no sólo contienen los últimos veinte del siglo XXI y el primer decenio del siglo XXI: saltamos de intenciones modernizantes al vacuum postmoderno, de un “el Estado somos todos” a un Estado y un orden zarandeado por el mercado, la obsesión por el peculio y la incapacidad de una ciudadanía consciente y de instituciones con vocación de institucionalidad.

Los política y la política, -con sus derechistas, izquierdistas , centristas y “neos” de todo tipo-  abogan por conceptos tales como “transparencia”, “democracia”, “participación”, “justicia”, mientras el hábitat urbano se queda bajo el manto de un par de profesores muy buena gente de Intect o la UNPHU. El calendario se llena de héroes y ofrendas florales, de estatuas y voces que imploran “seguir el ejemplo” del homenajeado de turno, mientras Santo Domingo se trenza entre las ruinas de “La zona” y las torres del “Polígono”.

Hay ciudades que viven sobre sus ruinas: La Habana porque el salitre y la historia son  implacables, Sarajevo porque las bombas, Calcuta porque el hacinamiento y también la historia. Hay ciudades que viven limpiando sus ruinas: Berlín con su muro y sus dos guerras mundiales, Hiroshima con las radiaciones de su bomba. Hay ciudades que viven de sus ruinas: Roma de su Coliseo, los árabes del Mediterráneo de lo que dejaron los romanos.

En Santo Domingo hay un fenómeno que si no único –mal de muchos… consuelo de…-, no por ser poco visible deja de ser nocivo: hay una producción de ruinas y en su mismo centro histórico.

Algunos podrán decir que es demostración de la fuerza empresarial que CODETEL adquiera y barra con toda una manzana de la avenida 30 de marzo para construir parqueos.  La otra cara de la moneda es: los parqueos avanzan borrando con manzanas completas de barrios históricos, mientras el Ayuntamiento sólo concibe el espacio público como uno para instalar sus “canquiñas”. La pregunta: ¿no tiene la empresa privada también una responsabilidad en cuanto al entorno urbano, o sólo es el capital el que decide lo que es la ciudad?

Pero Santo Domingo no está solo. El mismo fenómeno aconteció con Santiago de los Caballeros, Moca, y mejor no seguir…, en aquellos años en que Baninter era como la mano que tocaba al cielo y todo lo transformaba en oro. El balance del “urbanismo empresarial” se puede apreciar cuando de hermosas casas victorianas sólo queda un par de fotos en el Museo de la ciudad –en caso de que haya museo.

En ocasiones anteriores me he referido al hermoso casón diseñado por Osvaldo Báez en la Av. 30 marzo, que a pesar de cumplir ya un centenario, sobrevive a pesar de los mandarriazos de sus dueños.

Ahora tengo enfrente el Paseo Presidente Billini. Son apenas tres manzanas entre los fuertes de San Gil y San José. Su historia podría reconstruirse por mapas, fotografías y postales. No hay casas de autores, tal vez por eso su ausencia de textos canónicos como “Guía de Arquitectura de Santo Domingo” o en la muy erudita de Enrique Penson, “Arquitectura dominicana, 1906-1950”.

En el mapa de 1900 de Casimiro de Moya ya la zona está demarcada. En las fotos de Luis E. Mañón, se observan las barandas en el malecón, los asientos de cemento que separaban ambas vías del Paseo. Mas adelante, para los años 20, el mismo fotógrafo vuelve a la zona y sus chalets son ya evidentes. Podría hablarse de un conjunto orgánico en cuanto a la similitud de sus diseños, típicos del Caribe en esos años de bonanza azucarera, cuando el Vedado o Gazcue podrían tener esferas aproximadas.

La última foto –que hemos adquirido en forma de postal-, da cuenta de los efectos del ciclón de San Zenón, en 1930. Los bancos han sido parcialmente destruidos, al igual que la baranda. Las casas, sin embargo, soportaron las furias del huracán.

Treinta años después se publica la postal que ilustra este texto: un señor cruza con su burro por una avenida desierta. En medio destacamos una hermosa edificación, entre las calles Santomé y Sánchez.

Cincuenta años después del conjunto de las edificaciones más señeras del Paseo Presidente Billini sólo quedan ruinas, junto a solares baldíos. En un caso, sólo queda la fachada. En el resto, puertas y ventanas han sido tapiadas. Hemos contado cerca de cuatro años desde la primera vez que advertimos el hecho. Como si la ciudad tuviese cierta fuerza arruinadora, el mismo caso acontece en otros puntos sensibles de la ciudad: en dos extremos de la Calle El Conde –con Arz. Meriño y frente al mismo Parque Independencia-, pero también más recientemente en un antiguo casón justo enfrente de la Iglesia de la Mercedes.

En Santo Domingo sufrimos un proceso de arruinamiento inducido por la especulación inmobiliaria. Hay una maquinaria  de arruinamientos y quien lo facilita, es la mirada oblicua de las autoridades municipales. Bien al fondo, está una ciudad sin una consciencia de ciudadanía, que no toma en cuenta el valor cultural del espacio, donde la defensa del espacio se traduce como cierta nostalgia por lo que alguna vez fuimos.

Recordemos a Heidegger y una afirmación cada vez más valiosa: somos también en tanto habitamos.

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