Cielo naranja
Santo Domingo y su máquina de ruinas

<STRONG>Cielo naranja<BR></STRONG>Santo Domingo y su máquina de ruinas

Genius loci de una ciudad: su cuño, sus ámbitos imaginarios conformando una comunidad de sentimientos, creencias, sensaciones, devenires, adhesiones.

Santo Domingo tiene sus trazos fundamentales: sus policentros originarios, los marcados por el Palacio de Colón y la Plaza de Armas. Luego vinieron las líneas de norte a sur donde se trazarían sus dispositivos eclesiásticos, cada vez más alejados de ese lugar de congregación que es el Palacio Consistorial.

Desde finales del siglo XIX, bajo la dictadura de Lilís y con las bonanzas azucareras que se habían concentrado en el sector privado, se solidificaron algunas “familias tradicionales”. Las más clarividentes advirtieron la importancia de los bienes inmobiliarios, comenzando así un gran proceso de adquisición y agenciamiento de cuantas tierras estuviesen disponibles, tanto dentro como en la ciudad extramuros.

Lo que se formalizó bajo la ocupación norteamericana (1916-1924) se legitimó durante la Era de Trujillo. Al dictador, sin embargo, le interesaba más la construcción y la representación que la simple acumulación de casas. Es curioso que prácticamente no tocara con sus garras estatales la zona por excelencia de la modernidad y el desarrolla nacional, la calle El Conde.

Con respecto a las ruinas de la ciudad, su interés no fue mayor. No más comenzar esos treinta años de dictadura en 1930, y ya el ciclón de San Zenón operaba como un gran rastrillo que limpió la ciudad de construcciones endebles y marginales, aunque también se llevó de paso construcciones como las del puente Ulises Heureaux. Ya para 1935 las fotos del Palacio de Colón mostraban unos hermosos pinos alrededor de la histórica edificación, y sólo veinte años después se pasaría a su reconstrucción. De las otras ruinas ni hablar: las de monasterio de San Francisco y las del Hospital de San Nicolás se cuidaron a sí mismas.

Tras 1961, las maquinarias arruinantes se aceitaron. El tirano es ajusticiado, su familia se borra de sus antiguas posesiones, dejando así gran cantidad de inmuebles sin dueños, mientras la ira popular se cierne sobre sus símbolos. Comenzó entonces la ocupación de espacios que a veces llegaron a ser símbolos, como el Ensanche Cucaracha en la calle Jacinto de la Concha, o el antiguo local de la Embajada de Cuba en la calle Santiago.

A partir de ese decenio de los 60 Santo Domingo comienza un agitado proceso de ensanchamiento. Se completa la lotificación de lo que llega hasta el margen del río Isabela y llega hasta Haina. Se da el caso, sin embargo, de ensanches que se levantan en terrenos propiedad de una sola familia, como el Luperón en manos de los Vicini.

Con la guerra de abril de 1965 se amplía este círculo de arruinamientos. La parte más sensible de la ciudad vive dentro del cerco y las trincheras de las tropas de ocupación norteamericanas, mientras el incendio, los ametrallamientos y bombardeos son cizaña para esta nueva espiral de ruinas.

En 1966 nuevas reglas se avizoran: ha subido Joaquín Balaguer, y en su sombra, un puñado de tecnócratas decididos a ser plutócrata. Pero esa es ya otra historia dentro de la historia de las ruinas de Santo Domingo.

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