Cielo naranja
Unos héroes de la  calle Jerónimo de  Peña

<STRONG>Cielo naranja<BR></STRONG>Unos héroes de la  calle Jerónimo de  Peña

Cada barrio tiene sus héroes. Por lo general están en las esquinas, amaneciendo, sudando la gota gorda, afilando el cuchillo, moviendo las fundas, tratando de que la nevera siempre esté fría y la gente contenta mientras media humanidad hormiguea por ahí. En días ensordecedores, cuando el caravaneo recalienta las tardes y hace quemar tantas bujías cerebrales, ahí están los muchachos del colmado, detrás del mostrador, recibiendo llamadas de mándame esto y se te olvidó lo otro, tronando porque los deliverys son humanos, entre otras cosas, aunque cualquier despiste a nivel de puntualidad puede significar el crimen de una cerveza fría o el salchichón para el sancocho a destiempo.

En el San Carlos de los extremos donde vivo, bajando la calle Barahona –tan cantada esta calle- y esquina Jerónimo de Peña, el colmado de ÑanPinales es refugio de almas dolientes, pequeña feria para todas las vanidades posibles, esquina obligatoria para la cervecita de las once de la mañana y de cualquier hora de la tarde, para los comentarios de rigor sobre los NBA y los bigleaguers que tampoco llegaron a tiempo, para que la fanaticada se tome un respiro después de Barahona para arriba y Barahona para abajo y Dios mío, qué culpas estaré pagando.

Los Pinales te ofrecen un trato personalizado. No te hablarán tanto como en la peluquería ni tratarán de venderte gato por elefante. Los Pinales cuidan más sus palabras que una megadiva sus estrías. Ellos siempre están tranquilos, como estudiantes de budismo zen esperando que les llegue el arco y la flecha. El mundo del colmado es como el de una cápsula de gente dispuesta a permanecer en algunas profundidades marinas, dejando que lo de afuera entre y que lo de dentro haga lo que tiene que hacer. Si el barrio se calienta y los agentes se ponen a virar lo que sea en la Yaya, si las yipetas pegan sus frenazos porque por poco arrasan con un par de compañeritos de la zona, los Pinales están ahí, como soldados de terracota, esperando que sean las diez y pico para irse a dormir y dejar que el mundo siga como el mundo de Rodriguito, con su agitado curso.

Cuando pienso en media humanidad buscando pantalla y la otra media tratando de no bajarse del barco, los Pinales me demuestran que lo importante es la constancia, la honradez, el no querer abarcar el mundo con una sola muela, el mantener la calma en la hora en que muchas cosas se esfuman –el poder, el juego de aposento, la colección de biscuits, la lavadora-, porque todo tiene que pasar, como sospechara una vez Jeremías en el desierto, como pienso yo ahora que la vida me ha lanzado nuevamente a estos aires de Berlín y la Isla, a lo lejos, vuelve a su zona de ingravidez en alguna voz que me sale por el teléfono, en cierto recuerdo que trato de diluir como una pastilla contra la migraña. Los Pinales en su esquina de fuego y de gracia. Gabina me los saludará en mi nombre.

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