CIELONARANJA
Bordes y alturas, aquí nuestras ciudades 

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 POR MIGUEL D. MENA
El mar está ahí, pero no enfrente. Santo Domingo está junto al agua, pero no siente el agua como un elemento vital. El Ozama es como una mala conciencia, un hoyo negro en la historia reciente, herida en la ciudad punto para marcar distancias.

Por Santiago pasa el Yaque pero este río ya no lo encontraremos ni en la realidad de los santiagueros ni en la preocupación de sus estetas ni de sus normales ciudadanos, sino en alguna canción de Juan Lockward o en alguna sala del Centro León.

No sólo los afluentes de los ríos y los mismos ríos se secan, sino también la conciencia vital de sus ciudadanos. Después lo que queda son sombras, «sombras nada más entre tu amor y mi amor».

Estamos como los personajes de René del Risco, de espaldas al mar. Y lo peor: la ciudad no nos queda delante sino en un sempiterno atrás. La ciudad está en la pantalla o en alguna revista.

Los buenos artistas e intelectuales dominicanos se desviven por La Habana o Madrid o Nueva York y se sienten mal si hay que hablar de algo que no sea del Polígono o la Ciudad Colonial.

La memoria de Santo Domingo existe gracias a un conjunto de cronistas que va desde los viajeros franceses del siglo XVII hasta los refugiados europeos de los años 30 y 40. Los nuevos fundadores de Santo Domingo son fray Cipriano de Utrera, Erwin Walter Palm, Hilde Domin, Kurt Schnitzer y fray Vicente Rubio.

¿Quiénes han sido los dominicanos que mejor trataron el alma de esta ciudad? La respuesta cae como una daga: los que se fueron y a veces regresaron. Pienso en los exiliados del siglo XIX –como José Joaquín Pérez-, en Tulio M. Cestero, Pedro Henríquez Ureña, y por qué no, también en autores que trazan sus mapas urbanos particulares de las ciudades de esta isla, como Junot Díaz y Villa Consuelo, Rita Indiana Hernández y la ciudad de la jevitería, Juan Dicent con esquizia entre Bonao yla zona del Botánico, o Rey Andújar con su cinema paradiso particular.

Para nuestros narradores o poetas, la ciudad de las noches sólo está poblada de matones y prostitutas, pero de la felicidad de andar por estas calles y reconocerse en sus dimensiones, nada se podría decir. Tal vez tenga ahora más razón que nunca, cuando en lo nocturno el miedo nos va congelando hasta los huesos y todos nos movamos con una aprehensión que mejor y llamar al delivery.

Santo Domingo todavía no es una categoría vital para sus habitantes. La ciudad existe porque algo tiene que estar, pero no hay nombres o lugares donde la sensación de comunidad respire.

Lo mismo se podría decir de Santiago de los Caballeros, San Francisco, Puerto Plata o San Pedro o Barahona. ¿Quién sale por el mero hecho de salir? ¿Quién sale si no tiene un celular y un buen auto?

Lo normal es salir pragmáticamente, porque se tiene que ir y luego volver de un sitio.

¿Para qué pasear? ¿Para convencerse de un mundo que se va diluyendo?

Este podría ser un elemento dentro de los accesos dominicanos a la modernidad: la inseguridad del territorio, la limitación casi congénita del ser en el hacer y el estar.

Al final buscamos un consuelo para deslizarnos por estos espacios, tratando de evitar que los escombros nos borren el cuerpo. Se busca la constancia de que el mundo fue de una manera y los seres de otra. Pescamos con una fotografía un momento de la historia para confirmar luego que de nuestras sombras sólo quedan píxeles. «Sombras nada más».

Cada vez que tomo una fotografía en mi Santo Domingo, tengo una sensación extraña de despedida. Tal vez seré el último testigo. Luego la foto se alzará como prueba de que por ahí se condensó tal movimiento y que fuimos de esa manera.

 Antes y después del click se levantan los muros de la ignorancia. La gente se despacha diciendo que eres un nostálgico, cuando lo único que estás haciendo es cartografiar un espacio, pensando la continuidad en el mismo dentro de relaciones de poder particulares.

Durante mis años de estudios de sociología (1981-1986) en la Universidad Autónoma nunca le oí en clase a ningún profesor el nombre de Walter Benjamin. Si las clases eran así, imagínense a los alumnos. No  quisiera imaginare el pénsum actual, si alguien se interesa por Deleuze o Lipovetski, para no exagerar la nota, o si todo sigue dependiendo de la teoría de la dependencia y de la fórmula del agua tibia.

El mundo de aquellos años 80 todavía vivía seriamente preocupado por las luchas de clases y los resultados de las encuestas. Parecía que el sociólogo era más el ayudante de un prestidigitador o el acompañante de un cantante de bingo de la Feria, que el estudioso del estar en el ser.  Temas como la modernidad y el poder en un sentido post-weberiano eran tan frecuentes como los querubines en Manganagua. Era más fácil administrar la crisis y comentar cualquier cosa, que pensarse comenzando por la misma condición del sujeto.

Ahora estamos –no sé si en pleno- siglo XXI. Nuestras ciudades han crecido más allá de nuestros conceptos. Ahora sólo falta el click. Walter Benjamin y su ángel de la historia pueden ayudarnos.

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