Cien oportunidades de conocer a un gran fotógrafo (1 de 2)

Cien oportunidades de conocer a un gran fotógrafo (1 de 2)

MARIANNE DE TOLENTINO
La emoción se apodera del espectador desde las primeras fotografías, tanto más irresistible que no se esperaba tal intensidad estética, combinada con un estudio profundo e instantáneo, una compenetración afectiva y un mensaje histórico. Miramos, avanzamos, nos devolvemos, miramos otra vez… Al impacto de la revelación sucede la impronta del dramatismo, y el difícil compromiso polivalente de Max Pou surge en todo su esplendor.

A los 30 años él era un fotógrafo maduro, que, inmerso entre las bambalinas de los escenarios, proponía una visión exaltada y/o crítica de un personaje, de un lugar, de una atmósfera.

EL FOTÓGRAFO DE HISTORIA

Obras maestras capturaron momentos y vivencias especiales de un período enmarcado en la dictadura, pero una fotografía lo resume absolutamente todo. Nos referimos a la toma de un ángulo del edificio de la Voz Dominicana, que presenta el contraste entre la fachada anterior «abombillada» y relampagueante de luz –un pequeño Broadway dominicano– y la parte lateral, umbrosa, carcelaria, siniestra. Si no hubiera sido una época políticamente terrible, observaríamos sencillamente como en la mayoría de las construcciones modernas, el rebuscamiento de la arquitectura delantera versus el aburrido antidiseño del lado… que no se ve de la calle. Pero aquí se impone real-simbólicamente la confrontación entre un país de represión e indigencia y los centelleos cegadores de la postrimería trujillista. ¿Un enfoque desprovisto de segunda intención, subconsciente –Max Pou no deja de ser freudiano– o voluntario? No lo sabemos, pero la doble lectura se hace inevitable.

Asímismo causa un efecto estremecedor el inconfundible retrato de Trujillo de espaldas, cuerpo ancho, cabellera blanquecina, cuello taurino… El visor de la cámara parecería apuntar a la nuca, ¿o será que el espectador proyecta sus propios sentimientos y sepultados impulsos? Hay ciertamente una lectura participante de las fotografías de Max Pou, cuando se manifiesta como «el cronista visual de una época» –subtítulo de la exposición–.

Felizmente esas memorias y testimonios, en su mayoría, transmiten una situación epocal, ajena a una connotación de denuncia y movilización de la conciencia política, aunque no falta el acercamiento emocional en muchos de los retratos. El rostro y medio cuerpo, posado, estetizante, refinado de Oscar de la Renta, de Fernando Peña Defilló, de Luichy Martínez Richiez –junto a una escultura inocente– sencillamente capta a estos –hoy– grandes del arte, en su flamante juventud. Redescubrimos a figuras de la vida dominicana, en enfoque inesperado, como por ejemplo a Aliro Paulino y su acordeón. El estudio de la luz acentúa el diseño de rasgos y detalles, a manera de pinceladas precisas, pero sin pictorialismo.

La estética cambia innegablemente: las beldades de los años 50 podían prescindir del gimnasio, y el humo del cigarrillo se inscribía en los rituales de la seducción. La «femme fatale», heredada de Gilda-Rita Hayworth, se insinuaba en las coristas de la Voz Dominicana. Nuevamente, el fotógrafo –al igual que un pintor de historia en la tela– fija en la película modelos emblemáticos en tiempo, costumbres y leyendas. Son tres fotografías magníficas, que Max Pou habrá escogido entre decenas del mismo calibre. Las imágenes expresan un cierto distanciamiento desmitificador, que va a repercutir en una reflexión, sino en crítica divertida.

Concentración dramática y depuración implacable predominan en los retratos, muy estudiados, cuyo contexto se sitúa en las artes escénicas, y mayormente durante las décadas heroicas de los 50 y 60. Vale señalar entonces la distinción que el propio Max Pou enuncia en su ensayo y profesión de fe: «Podríamos clasificar la fotografía en dos grandes divisiones: documental, donde actúa por excelencia el ‘momento decisivo’, y la ‘planificada’, donde todos los elementos en el espacio fotográfico de la cámara están controlados en ambiente y atmósfera; el ‘momento decisivo’ pasa a segunda instancia.»

El fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson, predicador del ‘momento decisivo’ pero que hizo retratos extraordinarios, decía «apoderarse del silencio interior de una víctima consintiente». Las personalidades retratadas en estudio por Max Pou son, más allá de víctimas consintientes, protagonistas idolatrados. El silencio será interior y exterior, esencial y circundante.

Hay algo sublime en estos rostros que parecen surgir de la noche: reina el fervor de la imagen y, sin exageración, podemos hablar aquí de la consagración por el retrato. Nadie, en la fotografía dominicana y las de muchos otros países, habrá alcanzado tanta maestría en el arte del contraluz y el claroscuro –que amerita una valoración especial–. La realidad cede el paso a la transcendencia y paroxismo espiritual. En ese contexto, sobrecogedor y sobrenatural es el retrato de Pricilla Caro, actriz del grupo de La Máscara, cuyas manos, signos totalmente independientes y apartados del rostro, se convierten en la máxima simbología de la imagen y en una invocación al arte.

Habría que citar y a menudo analizar cada uno de esos rostros, en busca de la eternidad. El perfil de la cantante Sarita Arceo, el declamador Carlos Lebrón Saviñón y sus máscaras. La belleza radiante de Elenita Santos y Monina Solá, la fisionomía impresionante de Niní Germán, a título de ejemplos, son testimonio y transfiguración. La fotografía de los jóvenes artistas se convierte en complicidad del talento, en acto de amor por la expresión artística. Lo expresa muy bien Max Pou: «El fotógrafo forma parte de la situación que retrata». La Historia está presente.

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