Cien veces Max, cien oportunidades de conocer a un gran fotógrafo (2 de 2)

Cien veces Max, cien oportunidades de conocer a un gran fotógrafo (2 de 2)

MARIANNE DE TOLENTINO
Uno de los momentos más aleccionadores de la exposición fue el video filmado sobre las convicciones, los sentimientos y la trayectoria de Max Pou. Sorprendía escuchar a ese hombre callado que ahora se confiaba. Hacía revelaciones, de su experiencia, de su técnica, hasta de sus equipos y sus cámaras preferidas, la Roleiflex y la Leica –que también fue el aparato predilecto de Henri Cartier-Bresson–.

Ese gran “imaginero” dominicano distinguía la foto arte, tradicional en sus materiales, de la digital que él utiliza para la foto comercial, segunda vertiente de su virtuosidad. En una definición instántanea, él expresaba cuanto la fotografía es “parte de la vida”.

Consideramos muy positivo que el Centro León presente esa clase de información, también pausa en el circuito de la exposición. ¡Qué poca gente hoy tenga la paciencia de detenerse a aprender, con el tiempo el hábito se tomará! Así se profundiza el conocimiento sobre un artista y una época, sobre la propia exposición. Max Pou confiesa que la elección de las cien fotos exhibidas fue algo emocional, y surge la respuesta a una de las inquietudes del público, ¿cómo pudo escoger entre millares de excelentes obras? ¿Cómo decidió sobre las más representativas?

ARQUITECTURA, CALLES Y PAISAJES

Si bien es cierto que el edificio de la Voz Dominicana propone una lectura singular y comprometida que ya comentamos, las fotografías de Ciudad Trujillo y más tarde Santo Domingo recobrada, por lo general constituyen un documento sin par.  Plazas, calles, perspectivas, y por supuesto la arquitectura urbana resucitan ambientes, atmósferas, períodos, sin ser inventario de lugares y monumentos.

Nuevamente nos encontramos con el gran fotógrafo de historia, que supera de mucho la crónica y metamorfosea el testimonio en obra de arte. Sucede, con Max Pou, que la autenticidad de sus fotos-documentos apasiona tanto por el contenido y la restitución epocal, que embelesa, obligando a notar y disfrutar visiones… hoy perdidas –como la destruida glorieta del Parque Independencia–. El espectador se entrega a la contemplación y a la reflexión –¡era definitivamente otra ciudad!–, la comparación se hace apremiante –¿dónde está el noble Parque Enriquillo, otrora “apodado” Julia Molina? La nostalgia es inevitable, hasta para las generaciones que no conocieron a aquella urbe, pulcra de desechos sí, pero contaminada de dictadura. Esa nostalgia, la sentimos hasta en ciertas selecciones del fotógrafo, como el Alcázar –antes y después de la primera restauración– que parece abogar por la poesía y el romanticismo de las ruinas. En cuanto al triste estado de los Balcones de la Atarazana, la mirada se torna crítica. Ahora bien, cuán glorioso lucía el Mercado Modelo, verdaderamente modelo entonces e impactante en los arcos oblícuos de su cubierta.

En las arquitecturas de Max Pou hay efectos ópticos, dinámicos juegos de líneas y composición fuerte –que puede llegar a lo insólito, así la Feria de la Paz, vuelo de la bailarina arriba, abajo marinos en farra–. Paralelas y perpendiculares trazan ritmos: hasta sin la presencia del hombre, casas y calles mantienen vitalidad, y la gama de los grises envuelve la imagen en un cromatismo subtil y de repente misterioso, especialmente en parques y jardines.

Otro elemento real-maravilloso se manifiesta en la paz o la turbulencia del cielo tropical. A ese respecto, la fotografía de la señora “mirando el horizonte” puede calificarse de obra maestra. Uno de los tantos estudios, que suscita la iconografía de Max Pou, sería la de sus cielos, que alcanza el lirismo de la gran pintura clásica y comunica la sensación de mundos ignotos.

Todo texto que se escriba sobre la exposición “Cien Veces Max” queda muy corto, en relación con el esplendor del arte fotográfico. Esa colección hubiera debido convertirse en muestra permanente, dispensadora de enseñanza y fruición. A Max Pou cabría dedicar estas palabras de Henri Cartier-Bresson: “En un mundo que se derrumba bajo el peso de la rentabilidad, invadido por las sirenas arrasadoras de la tecnociencia, de la mundialización, nueva esclavitud, más allá de todo esto la amistad y el amor existen.”

Las fotos de la ternura

Las fotografías de las bellas artes, a través de sus escenarios y protagonistas más destacados en la época, propiciaron obras maestras del claroscuro, con un admirable dominio del contraste, con la jerarquización de los acentos luminosos en relación con la oscuridad, con una combinación de precisión, delicadeza, poética omnipresente. Pensamos por ejemplo en el perfil de la Desquiciada, en las hebras de su pelo, que parecen filamentos de luz y sombra tanto como testimonios de la enajenación. El claroscuro cambia el espectáculo cotidiano, destacando lo esencial, e instrumenta el drama de la imagen artística, dándole estilización y lirismo aunados.

Ahora bien, existe otro Max Pou que acciona el visor fuera del estudio, pero emociona con la misma intensidad y comunica mensajes de amor. Nos referimos a las maravillosas fotografías de niños, tan frescas y rebosantes de sensibilidad. La corta secuencia David Compañerismo, de los tres niños, jugando, corriendo, cabellos al viento, es fascinante. Verdadera estampa de la niñez y su energía, más que instante decisivo es instante cualquiera de la vida familiar, tierno, alegre y espléndido.

La infancia, su inocencia, su encanto, inspiran a Max Pou, que cuenta así el diario íntimo de su entorno privado, con exquisita naturalidad. En otras tomas, él fija la “conversación secreta” de las dos chiquillas en la casa, sin barrera de raza ni posición social, y la muñeca blanca, amorosamente sostenida por la niña negra, se convierte en protagonista de un trío hermanado.

Es un óptimo ejemplo –de los tantos que nos ofrece– de la riqueza, visual y conceptual, de la fotografía en blanco y negro: ¡en colores jamás hubiera tenido la misma fuerza, ni igual connotación sin énfasis! “La fotografía llena una función social más importante que las demás artes”, sostiene el autor, y su obra lo demuestra. Él nos brindará una oportunidad especial de comprobar esa afirmación, mirando y llevándonos a mirar los “niños de la calle”, que se vuelven testimonio plural. Aquí, por cierto, el claroscuro de los retratos, aparte de la belleza intrínseca, invita a la toma de conciencia, alcanzando un paroxismo emocional en las dos niñas ciegas. Contraluz será sinónimo de luz interior.

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