POR ANNA JIMÉNEZ
Los asuntos de la salud siempre han preocupado a los humanos, pero nunca en grado tan elevado como ahora.
Antiguamente la enfermedad era recibida con más resignación o más entereza y, aunque se buscaran remedios para hacerle frente, era considerada un contratiempo no menos natural que las tormentas o las crecidas de los ríos. La pérdida de facultades físicas debida al paso de la edad no se vivía como una tragedia, sino como una etapa más del ciclo vital, con sus ventajas y sus inconvenientes. Es curioso que, viviendo mucho más y mejor que nadie, haya podido vivir antes, gozando de unas condiciones higiénicas y de unos recursos médicos y asistenciales inimaginables unas décadas atrás, nuestra preocupación por la salud haya crecido sin embargo hasta el límite de la obsesión.
Estar sano, ¿es un deseo o una obligación? ¿Vivimos nuestra relación con la salud como un ansia de mejora derivada de una innata tendencia a la felicidad y al placer, o se trata de un imperativo social que nos conmina a cuidar del cuerpo para cumplir un deber de ciudadanía? Seguramente hay algo de ambas cosas. El bienestar -recuerda Pascal Bruckner en La euforia perpetua-, se ha convertido en eslogan publicitario, en presión, en exigencia continua. Así, como hay que ser felices por decreto, hemos de hacer vida saludable, no ya para obtener los beneficios que derivan de un organismo en buen estado, sino para no sufrir la reprobación social que recae sobre el fumador, el obeso o el sedentario.
En este Día Mundial de la Salud, espero que todos hagan una resolución de hacerse revisar por un médico, aunque se sienta saludables; después de todo no hay mejor medicina que la prevención, pero comedidamente, sin obseción.