Casi cinco años después, la historia es la misma. Cual niños de primaria, que se agarran los meñiques y pronuncian a viva voz el enemiguitos para siempre, continúan disputándose la propiedad del juguete que desean. Esta vez se llama poder.
Todo comenzó con las elecciones del 2008. Miguel Vargas perdía la contienda y días después mostraba sus intenciones de ser el candidato del 2012. Lo mismo sucedió con Hipólito Mejía, que perdió la reelección del 2004; y con Ramón Alburquerque, presidente del PRD.
Para conquistar esa candidatura, sin embargo, había que hacerse con el control del partido. Miguel lo consiguió, tras mil conflictos, pero Hipólito se quedó con la candidatura. Miguel no se recuperó de aquella contienda. Acusó al PLD de votar por Hipólito en las primarias, que a pedido de Vargas fueron con padrón abierto, y jamás aceptó la derrota. Nunca se integró a la campaña y los dimes y diretes entre miguelistas e hipolitistas jamás cesaron.
Hipólito se repuso. Conquistó parte de la sociedad (que le perdonó los yerros del pasado) pero perdió. Entonces, como en el 20008, se agudizaron los problemas internos: se repartieron las culpas por la derrota y comenzó la discusión por los mandos del PRD, pensando en la candidatura del 2016. Desde mayo pasado el conflicto empeora por segundos.
Ni siquiera la justicia, que le da razón a Miguel -porque tiene los mandos del partido- ha logrado nada. Producto de ello, ambos convocan organismos distintos y la ruptura parece inevitable. Así, negándose a crecer y a dirimir el conflicto, vivimos sin oposición. El gobierno puede seguir durmiendo tranquilo